
Este hombre que hizo tanto en tan poco tiempo –y legó al tango una influencia sólida sustentada en su calidad artística- nació en Manresa, Barcelona, el 8 de marzo de 1886; pianista, compositor y director de orquesta, a los diecinueve años tomó la batuta para dirigir un orfeón integrado por ciento cincuenta músicos, que tuvo fama breve pero muy entusiasta en Cataluña.
Manuel Jovés, a quien creo un deber recordar entre los pioneros, llegó a Buenos Aires en 1908, se enamoró primero del folclore rioplatense y luego del tango e impulsó para tocarlos a las rondallas, donde predominaban guitarras, bandurrias, laúdes y hasta mandolinas; las prefería a las clásicas bandas numerosas, basadas en instrumentos de viento y percusión, que ya tenían una larga historia de grabaciones de música popular, las más antiguas hechas en el exterior: la primera fue la Banda Real Militar de Londres, que llevó a placas del sello Víctor, para venderlas en Europa y Argentina, tangos como Guido, la payada, de José Luis Roncallo –pianista que estrenó El choclo-, y ¡Ay, chinita!, de autor desconocido; y luego, entre tantas otras, la Banda Sousa de Estados Unidos, que grabó Recuerdos de la Pampa, de Alfredo Bevilacqua, y la Banda Española que inmortalizó Don José María, de Cayetano Rosendo Mendizábal. En 1907 apareció la primera Banda de Buenos Aires, que grabó alrededor de veinte tangos, y un ejemplo final sería la Banda del Parque Japonés, que llevó al disco nada menos que El apache argentino, del uruguayo Manuel Aróstegui.

Jovés, que comenzó dando lecciones particulares de música y acompañando, ya con el piano, ya con rondallas, a las más prestigiosas tonadilleras –La Goya, La Argentina, Lola Membrives y Raquel Miller-, a partir de 1911, cuando grabó la primera orquesta de tango conocida, dirigida por Vicente Greco, se volcó a la composición de esta forma musical, a los espectáculos teatrales y al cine.
De algo estoy seguro: son escasos los lectores que tienen presente la vasta y calificada obra de Jovés.
De una incompleta lista es imprescindible recordar los siete tangos que le grabó Gardel: Loca –el primero, que años más tarde haría exclamar a Juan D’Arienzo: “¡Qué polenta le metió Jovés a este tangazo!”-, con letra del periodista madrileño Antonio Martínez Viérgol, y luego Nubes de humo, Buenos Aires, Corazón de arrabal, Patotero sentimental, La provinciana y Pobre milonga, todos con versos de Manuel Romero. A ellos hay que añadir, cuanto menos, a Dos gitanas, Flor de yuyo, El matrero, Cualquier cosa, Armenonville viejo, Por tu culpa y Pobre percanta. En cuanto a Patotero Sentimental, tango que sobrevive en el gusto del público con entusiasmo, hay que precisar que quien lo estrenó fue Ignacio Corsini, en 1922, en la obra El bailarín del cabaret, así como el clásico Buenos Aires lo cantó en el teatro Maipo por primera vez el actor Carlos Morganti, en 1923, en la obra En el fango de París, precisamente de la autoría de Manuel Romero.
Manuel Jovés apareció en la película Tres argentinos en París, de 1938, para la cual hizo la música, y en la que compartió cartel con Florencio Parravicini, Tito Lusiardo, Hugo del Carril e Irma Córdoba. Además, participó dirigiendo la orquesta principal en las obras de teatro La alegría de la vida, No arrebaten que hay pa’ todos, Landrú en los infiernos, Pasen a ver el fenómeno, Buenos Aires a la vista, París reo y La mujer en todas partes.
Fue un muy buen amigo de Gardel, quien lo llamaba “el gallego de los tangos”. -No, Carlos. Ya te he dicho que soy catalán…
-Ah, es cierto… -contestaba el cantor y enseguida cerraba con humor, previo explicarle, cada vez, que hablaba al “vesre”: –Bueno, entonces te voy a decir “el talanca de los gotanes…”.
Las obras de Jovés fueron editadas en gran cantidad de países, no sólo de habla hispana, y en muchos sitios tal vez se le reconoce más que entre nosotros.
Fue un joven barcelonés culto, que se apasionó, aun en su primavera porteña, matizada por frecuentes viajes y presentaciones en Montevideo, por el espíritu rioplatense de la época, por el sentido de la amistad y por la emoción que le despertaban los tangos, dejando a un lado los fados, los pasodobles, las polcas, los valses y las zambas que aprendió aquí.
Se nacionalizó argentino, fue querido y murió en la plenitud de su talento, muy joven, el 26 de octubre de 1927.
El renovador que amaba las rondallas y dejó un legado que hoy impresiona, tenía apenas cuarenta y un años.