
Tenía dieciocho años y la invitaron a una fiesta familiar. Estaba el pianista Enrique Delfino, amigo de la casa, y acompañaba a quien quisiese cantar para alegrar el ambiente. Ella aceptó: adoraba el canto aunque no sabía música y su única experiencia en público había sido, un año antes, como ignota corista en la obra El bailarín del cabaré, con Ignacio Corsini en el rol protagónico.
Fue tal la impresión que causó a Delfino que, a los pocos días, le presentó al empresario teatral Pascual Carcavallo: apenas una prueba, contrato y debut en el teatro Nacional, en el sainete de Vacarezza A mí no me hablen de penas; cantó el tango Padre nuestro. El impacto en el público la obligó a hacer cinco bises.
De ahí en más, éxito popular y, tristemente, dramas personales y final penoso.

Así surgió Azucena Maizani –nacida en Buenos Aires el 17 de noviembre de 1902-, una de las más grandes cancionistas de tango de la historia, años después apodada “La ñata gaucha” por su amiga Libertad Lamarque y creadora de un personalísimo estilo, romántico y temperamental que, junto a su voz grave, la diferenció enseguida de todas las demás.
Antes vivió en la pobreza, en Palermo. A los cinco años, por espasmos bronquiales que exigían aire puro, sus padres la enviaron con unos tíos a la isla Martín García; allí se curó, desarrolló estudios primarios y volvió a la capital argentina recién en 1919, debiendo trabajar como costurera para sobrevivir.
Pero a partir de 1923, a puro empeño, se convirtió en figura del teatro y la radio y grabó discos con varias orquestas –doscientos setenta a lo largo de su vida artística-, y al año siguiente estrenó dos temas de José Bohr, Pero hay una melena y Cascabelito, y fue vocalista de Canaro en una sucesión de placas editadas para Odeón. Entre 1925 y 1927 tuvo el raro privilegio de dar a conocer varios clásicos mayores: Silbando, Organito de la tarde, Pato, Amigazo y Esta noche me emborracho. Inició giras por el interior del país, actuó en Montevideo y apareció en la película muda La modelo de la calle Florida, de Julio Irigoyen; luego lo haría en los filmes sonoros Tango –que inauguró el audio sincronizado y en el que cantó Botines viejos y La canción de Buenos Aires, de su autoría-, Monte criollo, Nativa y Di que me quieres.
Claro, la vida suele dar sorpresas. Mientras su canto era aplaudido y revelaba su emotividad, Azucena no escondía la pasión por los hombres. Y con ellos, como se dice en los boliches, “no ligó bien”.

En 1928 se casó con Juan Scarpino, con quien tuvo un hijo que murió prematuramente y ello causó que el matrimonio se disolviera. Al año siguiente fue pareja del violinista Roberto Zerrillo, con el que hizo una gira por América, España y Portugal; al regreso, en 1932, abandonó a su compañero y siguió su ruta sin pareja, apoyada por los amigos, entre ellos Carlos Gardel –se habían conocido en 1923 y la admiración era mutua-, de quien se conserva una carta enviada desde Nueva York, que no deja dudas acerca de la cercanía de su relación: –Azucena: recibí tus atentas líneas, que agradezco no sólo por el saludo afectuoso, sino también por los buenos deseos que me auguras. Que toda la suerte que ansías para mí, la tengas tú. Poco tengo para agregar, salvo mi deseo de estar pronto por ahí.
La Ñata Gaucha, que solía presentarse audaz, desafiante y muchas veces vestida con ropas masculinas, volvió a casarse en 1936 con el cantor Ricardo Colombres, seudónimo de José María Caffaro, al que pidió el manejo de sus contratos. Poco después descubrió que la había estafado.
El escándalo culminó en tragedia. Caffaro se suicidó.
Azucena Maizani se sobrepuso, siguió con grabaciones y viajes pero el fin, tal vez no esperado por ella tan pronto, la acechaba: a mediados de la década de 1940 su estrella declinó; el público parecía preferir otras voces, jóvenes, que surgieron esos años. Aun pudo hacer un par de giras pero terminó cantando en cantinas, clubes de barrio y bares de poca monta, de tanto en tanto, hasta que supo, con una claridad que la destruyó, que ya era el pasado.
Lo dejó todo y en 1966, tras una hemiplejia, murió, cruelmente olvidada, el 15 de enero de 1970.
Celedonio Flores le había escrito esto: -…la bronca de un cafiolo que quedó en banda,/ la curda de un porteño que de parranda/ sale a tirar, alegre, manteca al techo./ Mezclá todo eso con gloria, pasión y pena/ y tendrás el retrato de la Azucena,/ ¡la tanguera más grande que Dios ha hecho!