La aventura del Tango: El Grandote

ANTONIO PIPPO PEDRAGOSA Columnista

Lo sentenció, meses atrás, Rodolfo Mederos: –Tocar tango sin contrabajo es como caminar descalzo.

Años antes, Piazzolla había dicho: –Yo, si Kicho Díaz no está, no puedo tocar.

Sin embargo, el contrabajo, que entró a las orquestas populares con cierto pudor hace un siglo, solo recientemente ha tenido el reconocimiento y el homenaje que, desde sus primeros servicios, el tango le debía.

Sergio Rivas, nacido en Rosario, Argentina, hace cuarenta y ocho años, contrabajista, bajista y compositor, ha editado un álbum enteramente dedicado al contrabajo solista en formato de duetos con piano, guitarra y bandoneón, recuperando viejos temas clásicos y añadiéndoles algunas composiciones modernas. El disco se titula Pa’que trabaje el grandote, dado que de ese modo –“grandote” o “ropero”- llamaban los viejos músicos al instrumento de cuerdas más robusto jamás incorporado a los grupos de la música popular ciudadana. El repertorio, desarrollado cronológicamente, comienza con una recordación de Leopoldo Ruperto Thompson, apodado “El Negro”, -a través de Tren de farra, Pierna ‘e palo y Mano brava, obras de la década de 1910-, considerado el primer contrabajista de tango, originariamente un guitarrista que tomó al “grandote” para tener trabajo, y creador del estilo “canyengue”: doblar la línea de bajos del piano y golpear las cuerdas con la parte de madera del arco.  

Datos de interés: la primera orquesta típica –a decir verdad, un sexteto- fue la de Vicente Greco en 1911; Roberto Firpo fue el que incorporó definitivamente el piano y Francisco Canaro, para resolver el problema creado por ese piano dominante en las grabaciones de estudio, agregó otro bandoneón y otro violín y, finalmente, recurrió al contrabajo para reforzar la base rítmica.

El contrabajo, el de sonido más grave entre el grupo de las cuerdas, tiene una antigua historia vinculada a la música clásica: a inicios del siglo XVII apareció un instrumento de cinco cuerdas muy similar al que se bautizó violone; sonaba una octava más grave a la que el intérprete leía en la partitura. Luego, en Alemania y en Italia, ya conocido como contrabajo, tomó dos formas que al final se mezclaron: una, a partir de la silueta agrandada de la viola; otra, con las esquinas del violín y el fondo curvo. Doménico Dragonetti fue quien lo incorporó a las orquestas, independizándolo totalmente del cello.

“El grandote” tiene cuatro cuerdas –que en casos excepcionales pueden ser cinco- con afinación por cuarta ascendente, llamadas, de la más grave a la más aguda, mi, la, re y sol. Se toca con un arco al que suele echársele resina y también puede hacerse con los dedos, técnica que recibe la denominación de pizzicato. En la actualidad el contrabajo se usa en muchos tipos de música: clásica, jazz, tango y hasta rock. Según Horacio Pagano, “en el tango toda orquesta tradicional se asienta sobre el sonido del contrabajo, que marca el ritmo; su sonido, que a veces se suma a los sonidos que produce la mano izquierda del piano, marca el ritmo al resto de los instrumentos cuando atacan un solo o se van a acoplar en conjunto”.

Desde los lejanos tiempos del “Negro” Thompson, muchos entendidos coinciden en que La yumba de Pugliese puede ser el último ejemplo del “grandote” marcando golpes “canyengues”, o sea marcando a pleno el tiempo fuerte del compás, el primero; así lo tocó Aniceto Rossi, sosteniendo todo el tema prácticamente en dos acordes. Ya en la mejor época de Piazzolla esa acentuación musical perdió su protagonismo, al derivar la música a otra conformación de los compases, en melodías más complejas.

Lector, ¿le parece interesante cerrar por hoy recordando una anécdota divertida que involucró a uno de los directores de orquesta más reconocidos?
Ahí va: en una de las primeras agrupaciones de D’Arienzo, justo en el momento en que “iba a más”, el contrabajista era Rodolfo Duclós, un modesto, cuasi improvisado ejecutante; los dueños de locales donde actuaba la orquesta comenzaron a pedir al director que lo sustituyera, mientras éste dudaba. Enterado Duclós, un hombre de ésos de carácter mal arreado, abrió su saco, mostró un cuchillo y lo encaró: –Cuando no ganábamos ni un mango, yo servía. Ahora, que llegó la buena, ¿me querés echar? Yo no me voy.

¿El final? Duclós siguió tocando un tiempo más. Pero después, dicen que gracias a un sustancioso arreglo económico, aceptó entregar el contrabajo a otro. Y Juan D’Arienzo respiró, aliviado.

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