

Columnista
Para su madre, desde muy pequeño, fue El cachafaz –pícaro, insolente, descarado- por su carácter ingobernable. Se llamó Ovidio José Bianquet, fue en su adolescencia también apodado “Benito”, nació en Buenos Aires, en Boedo e Independencia, el 14 de febrero de 1885 y murió en Mar del Plata, el 7 de febrero de 1942.
Es la leyenda inmortal del bailarín de tango.

Su precocidad fue sorprendente: desde muy chico entretenía las reuniones de los más grandes, llamando la atención por su destreza para los movimientos corporales al ritmo de la música. Muy pronto se convirtió en un reconocido bailarín de tango.
Sin embargo, recién en 1911, al ganar un concurso del que participaron figuras como Elías Alippi y Enrique Muiño, su fama saltó las fronteras del barrio natal; ese mismo año viajó a Estados Unidos, a la aventura, pero volvió dos años después: no sólo extrañaba sino que la experiencia no resultó como esperaba. En la prensa de Nueva York se lo mencionó así: “Eloísa Gabi, conocida bailarina argentina aquí radicada, se presenta con un indio de su país para bailar variedades de tango”.
Siempre un oscuro acompañante del que ni el nombre aparecía.
En 1913 instaló una academia de baile que lo devolvió al reconocimiento y al éxito, al tiempo que hizo presentaciones con la orquesta de Samuel Castriota, el autor de Lita, música que usó Pascual Contursi para crear Mi noche triste; en 1919 viajó a París, donde llegó no sólo a dar exhibiciones sino también clases para gente de la alta sociedad francesa, y actuar en el inolvidable café “El Garrón”, respaldado por el músico argentino Manuel Pizarro –pionero, junto al sanducero Eusebio Gobbi, de la conquista de Europa por el tango-, que tocaba el bandoneón en un trío junto a dos hermanos.
Pese a esa notoriedad, volvió a Buenos Aires. Sencillamente, extrañaba. Quienes le conocieron dicen que “moría por tomar todas las tardes, a las seis, un café en Corrientes y Talcahuano”.
Le pasó actuando con Francisco Canaro: los viajes fueron tantos que terminaron por hastiarlo y dejó a la “gran orquesta espectáculo” de ese tiempo para seguir su propio camino.

El cachafaz tuvo una personalidad extraña, casi novelesca. Entre 1910 y 1919 tuvo como parejas, de vida y de baile, a Ema Bóveda, Isabel San Miguel y Elsa O’Connor, quien luego fue una reconocida actriz dramática; desde 1933 sólo bailó hasta el día de su muerte –sin compartir amor- con Carmencita Calderón: –Era corpulento pero bajo, el cabello negro bien engominado y marcas de viruela en la cara, siempre de gesto adusto; para el tango con cortes usaba saco negro y pantalón fantasía a rayas negras y grises. Fue un gran creador, intuitivo, de pasos y cortes, o sea las figuras que el bailarín hace con su pareja. Sus movimientos eran nerviosos, saltarines, pero tenía una delicadeza innata que le quitaba lo soez al tango de esos tiempos. Él hacía todo con prestancia; lo conocí en el club “Sin rumbo”, donde me sacó a bailar. Yo tenía menos de veinte años y debuté con él en el cine teatro “San Fernando”, con la orquesta de Pedro Maffia. Y… no era nada lindo, más bien feo como noche oscura, pero tenía una forma de ser simpática y suave. Ahora… ¡cuando se enojaba! Nunca anduvo con armas, pero le bastaba un buen piñazo para resolver un lío… Como aquel, famoso, que una noche tuvo con otro bailarín, El Pardo Santillán, en lo de Hansen. Ganó fácil; lo dejó dormido.

Precisamente con Carmencita Calderón El cachafaz aparece bailando en el primer filme sonoro argentino, Tango, de 1933, junto a figuras de la talla de Tita Merello, Azucena Maizani, Mercedes Simone y Juan de Dios Filiberto, entre otras.

Fue amigo de casi todos los grandes del tango, entre ellos, y primero que cualquiera, Carlos Gardel, quien solía ir a verlo actuar y no ocultaba su admiración por aquel bailarín aindiado y creativo.
El uruguayo Manuel Aróztegui –autor de El apache argentino– le dedicó el tango que lleva por título su apodo, El cachafaz, y hasta hoy se discute si Miguel Buccino, que también bailaba, lo homenajeó con su tema Bailarín compadrito, como algunos dicen, o lo creó pensando en sí mismo, como sostienen otros.
La última actuación de Ovidio José Bianquet fue en Mar del Plata, en “El rancho grande”, el mismo día de su fallecimiento. Bailó con Carmencita Calderón y, en determinado momento, le dijo: –Mirá, vamos a parar porque quiero ir al hotel a escuchar el partido Argentina- Uruguay.
Llegó, se recostó con la radio al lado, y murió de un infarto.