
Columnista
Nadie se deja llevar, cuando aún es temprano para vivir, por la noche, el alcohol, la alegría con los amigos y el presente, y nadie se brinda sin tasa, al pedido de cualquiera, y complace a todos como en un frenesí, si no carga una pena o una melancolía que quizás no quiere aceptar.
Hubo un hombre así, siempre con una sonrisa.
Su barrio, Goes.
Su café, el viejo Vaccaro.
Carlos Roldán –Carlitos, siempre- fue barrio, café y bohemia. Murió el 16 de junio de 1973, poco antes de cumplir sesenta años; había nacido el 31 de diciembre de 1913 y fue anotado en el Registro Civil como Carlos Belarmino Porcal.
De niño se apasionó por el canto: tiempos donde la radio inundaba sus oídos con las voces de Gardel, Razzano y Magaldi, a quien al principio quería imitar. De pantalones cortos recibió permiso para cantar los estribillos que componían el repertorio de la orquesta de Américo Pioli, famosa en la época. Pero, aunque la experiencia le sirvió, debió aguardar unos años para el primer salto: en 1932, con el nombre de Carlos Porcal, consiguió un contrato en radio América, acompañado por los guitarristas Remersaro y Canessa; luego participó de una alocada comedia de la famosa troupe de Fontaina, Soliño, los Collazo, Mattos Rodríguez y otros, Salón de Harte Ateniense; y al año siguiente fue vocalista de la típica Los Ceibos, en radio Oriental.
Luego llegó la hora de cruzar el charco, aunque jamás dejó de volver a su Montevideo natal y al barrio y al café de sus amores en cuanta oportunidad pudo.
Y fue cosa de amigos. ¡Cómo podía no serlo! Organizaron una función especial en el cine y teatro Avenida para conseguirle dinero para el viaje y los gastos de la primera quincena.
Llegó a Buenos Aires envuelto en una nube de sueños, aunque añorando a aquellos, sus hermanos del alma. En la capital porteña adoptó el nombre artístico Carlos Roldán, que lo acompañaría hasta el final, logró cantar en varias radios con la orquesta de José y Luis Servidio y recorrió el interior argentino con un trío de guitarras. Hasta que… ¡era número puesto!… volvió a Uruguay y realizó, junto a la agrupación de Lurati-Tobía, una exitosa temporada en el Tupí Nambá. Sentía que rozaba el cielo con las manos: a los pocos meses hizo una gira por ciudades de Brasil y a comienzos de 1934 regresó a Buenos Aires para cantar, como solista exclusivo, en la entonces muy copetuda radio Nacional.
Sin embargo, sólo fueron tres años: en 1937 pasó a Belgrano gracias a un contrato excepcional para ese momento, y a fines de 1938 se dio el gusto de un ciclo cantando a dúo con “La dama del tango”, Mercedes Simone, con el marco de la típica de Pedro Maffia. Ya ni en sueños se le ocurría imitar a Magaldi; tenía plena conciencia que su registro era de estilo gardeliano con una precisa afinación. Y aunque la noche, el alcohol y los amigos lo seguían seduciendo, se aplicó con disciplina a un gran desafío: participar del memorable El tango de oro, que en Belgrano escribió Homero Manzi, respaldado por orquestas del prestigio de las de Roberto Firpo, Roberto Zerrillo y Antonio Sureda.
Ya era un consagrado, de vida algo disipada y con frecuentes escapadas a Montevideo, donde solía cantar, por puro gusto, para los amigos del Vaccaro.
Y es en 1941, cuando Canaro pierde el concurso de Ernesto Famá y Francisco Amor, que el maragato lo convoca junto a otro cantor del que mucho se esperaba, Eduardo Adrián. La primera grabación de Carlitos con “Pirincho” fue el vals festivo de Rodolfo Sciamarella La vida en mil gramos; Canaro se enteró tarde de que, días antes, Roldán había grabado con Osvaldo Fresedo la milonga Negra María: pese a su famoso mal carácter, lo perdonó a cambio de que solo actuara en público con él y no volviera a repetir la picardía.
Luego del período con Canaro, que se extendió hasta 1947 –su última grabación, Yo lo sé-, Carlitos cantó con José Pascual, Emilio Pellejero, Romeo Gavioli, Hugo Di Carlo, Francisco Rotundo, Roberto y Miguel Caló, Luis Caruso y Donato Racciatti e hizo cine y comedias musicales hasta que su vida decayó con el mismo vértigo que la había saboreado.
Dejó placas impecables: Seguí mi consejo, Viejo smoking, Tengo Miedo, Que se vayan y Bien pulenta, entre tantas más.
Lo vi hacia el final, en el Vaccaro. Encorvado, con arrugas pronunciadas y gestualidad contenida, aunque la misma voz querible, algo ajada, la sonrisa invicta y los ojos brillosos, con la pena o la melancolía, vaya uno a saber, detrás.