La aventura del tango: La nueva tierra

ANTONIO PIPPO PEDRAGOSA Columnista

El antropólogo e historiador uruguayo Daniel Vidart, fallecido recientemente, escribió hace más de cuarenta años, con pinceladas de su filosa ironía:

-El injerto de los organitos y los acordeones venidos de Italia hicieron llorón al tango y abrieron camino a elegías con cornudos y minas espantadas (…) El tango rioplatense ha sido cocinado, aderezado y servido por los italianos o su descendencia.

¿Exageración?

Borges insistió acerca de que “los viejos criollos que engendraron el tango se llamaban Bevilacqua, Greco o De Bassi, apellidos italianos”.

Y corriendo 1903, la revista Caras y Caretas publicó un artículo ilustrado que cierra así: “El compadrito criollo y el italiano acriollado fueron los primeros cultivadores del tango”.

Obviamente, estas opiniones, y otras en igual dirección, se refieren al tiempo en que el tango ya tuvo características propias –que de todos modos evolucionaron-, o sea a partir de la aparición de la Guardia Vieja en 1897, y se había alejado de aquel origen más difuso y variado, aunque real, donde primó la influencia de los negros.

Debe decirse: hay consenso entre historiadores e investigadores sobre la influencia que en el desarrollo de nuestra música popular ciudadana tuvieron los italianos o sus descendientes. A ver: italianos de cuna fueron Amadori, Batistella, Amleto Vergiatti (Julián Centeya), Papávero, Scatasso, Libertella, Alberto Marinaro (Alberto Marino), Remo Recagno (Alberto Morán) y Corsini; entre los descendientes hay que recordar a Canaro, Discépolo, Manzione (Homero Manzi), Azucena Maizani, Mercedes Simone, Ponzio, De Caro, Filiberto y hasta Piazzolla.

Paradójicamente, cuando uno se interna hasta el cerno de los temas creados sobre las riquísimas peripecias de la inmigración italiana, y sobre todo en la frustración de los pioneros al llegar a la nueva tierra, hay pocos que representan esa influencia destacada por los entendidos. Y he dicho con intención clara “temas”, no “personajes de temas”, de los que se hallan en Tinta roja, Aquella cantina de la ribera, Nieblas del Riachuelo, La cantina, Domani, Cafetín o Canzoneta, o en los más antiguos como Pobre gringo, Saturnia o Una carta para Italia.

Para muchos, entre quienes me encuentro, el tango que mejor representa la vida de esa humilde y trabajadora gente, es La violeta, con música de Cátulo Castillo y letra del poeta Nicolás Olivari, creado en tiempo récord, en 1929, mientras cenaban en un mesón de Buenos Aires:

Con el codo en la mesa mugrienta/ y la vista clavada en un sueño,/ piensa el tano Domingo Polenta/ en el drama de su inmigración. (…) Canzoneta de pago lejano/ que idealiza la sucia taberna/ y que brilla en los ojos del tano/ con la perla de algún lagrimón…/ La aprendió cuando vino con otros/ encerrado en la panza de un buque,/ y es con ella, metiendo batuque,/ que consuela su desilusión.

Hay dos curiosidades sobre este tango.

Primera, su dedicatoria, con humor:

 -Al Marqués Enrique González del Tuñón, en agradecimiento a las tantas y sabrosas cazuelas de pescado con que nos habéis invitado en aquella cantina de la Chacarita, musa macabra de este tango, se lo dedicamos. Conserva aún reminiscencias de pizza y de queso provolone. Cantadlo, tocadlo, silbadlo: tuyo es.

Deben haber incidido mucho esas cazuelas, porque, siendo fieles a la verdad, quien mencionó en uno de sus poemas al personaje central de La violeta, Domingo Polenta, y especialmente a su nieta, fue el hermano de Enrique, Raúl González Tuñón.

Segunda, se dice que ese personaje fue real y aparece por primera vez en un tango olvidado y más viejo, La cabeza del italiano, de Francisco Bastardi, donde se cuenta que Polenta fue un tano de la Calabria que se suicidó por no soportar la tristeza del abandono de su amor, una dama aristocrática llamada Isola Capo Rizzuto.

Finalmente, no hay que omitir que sobreviven otras opiniones autorizadas que aseguran que Giusseppe, el zapatero, de Guillermo del Ciancio, de 1930, refleja mejor la llegada de los italianos a la nueva tierra, sus dramáticas circunstancias iniciales pero también sus victorias económicas y sociales.

Aunque José Gobello ponga un matiz: -Acompadrados los italianos mismos, la prosperidad del inmigrante no les produjo admiración ni emulación, pero tampoco resentimiento, porque ellos fueron beneficiarios. Les produjo lástima. Eso se advierte, por ejemplo, en Giusseppe, el zapatero

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