
¿Por qué aún interesan cosas tan viejas en la vida del tango como el lunfardo?
A cada paso, y tras décadas de debate sobre su origen, desarrollo y sobrevivencia, no se agotan las sorpresas y curiosidades que, por suerte, acopian nuevos conocimientos.
José Gobello escribió que “llamamos lunfardo a un repertorio que el hablante del Río de la Plata utiliza en oposición a la lengua común”. Indiscutible, aunque a mí me seduzca más Eduardo Pérsico: “Toda comarca suele demostrarse con algún perfil particular y para nosotros, la masa de la clase obrera, los pobres y marginados, resultó ser el lunfardo un código entre dos para que no se entere un tercero”.

Pero Gobello estableció –los hechos históricos lo han respaldado- que el lunfardo, aun jerga dialectal, no morirá jamás porque los movimientos culturales de origen popular, y sobre todo juveniles, se ocuparán de ir sustituyendo vocablos e incorporando otros. Fijó dos etapas clave: en la década de 1960, coincidente con la decadencia del tango, brotó la influencia del llamado Club del Clan, que a través de otro tipo de letras produjo uno de esos grandes cambios; la otra la ha situado en la actualidad, con el revulsivo de la cumbia villera o los tumberos –presos generalmente muy jóvenes-, en Argentina, o de los planchas y otras tribus urbanas, en Uruguay.
Han cambiado miles de expresiones lunfardas y han aparecido nuevas en cada una de esas épocas. ¿Quién usaría hoy, como Carlos de la Púa en Sor Bacana, vocablos como “esquenuna”, “tortera” o “bulebú”, o como Celedonio Flores en Biaba, “vos sabé’ que no falta un mishetón/ y yo te manco bien, cara chinonga”?
Es decir: un ámbito interesante de analizar esa gran cantidad de palabras que, si murieron, resucitaron en otras, así como se mezclaron con nuevos términos de distinto significado.
Sin embargo, siendo verdad y de interés esto, hay otra cuestión en ese proceso peculiar del lunfardo que, hasta por las limitaciones que impone este espacio, cae como anillo al dedo para seguir hablando del asunto a través de una aparente contradicción.
Es que se mantienen expresiones con una impresionante antigüedad encima y todo indica que no tendrán cambio posible.
¿Un ejemplo? Bulín, que primero fue bolín aunque por poco tiempo.
Hoy la usamos. Sinceridad, lector: nada de “quítame de ahí esas pajas”. Y vea usted, el propio Gobello ha citado una cuarteta del artículo Los Beduinos Urbanos, de Beningo Lugones, publicado en 1879, que dice: Estando en el bolín polizando,/ se presentó el mayorengo:/ a portarlo en cana vengo/ porque su mina lo ha delatado.
Y hoy, ¿cuántas veces en reuniones entre amigos continuamos diciendo, si cuadra la ocasión, y, claro, admitiéndolo como hábito de gente de mediana edad y mayores, no de la juventud?: “Me voy, che. Me salió un fato con una mina y la llevo al bulín”.
Y como en toda cosa tan antigua, aún se debate acerca de su origen. Unos dicen que deriva del francés boulin, agujero hecho en una pared para insertar un travesaño: a veces la cavidad queda sin rellenar y puede ser utilizado por aves para asentar su nido; otros afirman que es una voz jergal italiana, de Milán, que significa cama y al principio se escribía balín. Para la Real Academia bulín tiene no una sino dos acepciones coloquiales –“departamento reservado para las citas amorosas” y “departamento modesto de parejas jóvenes que se inician”- y de él derivan el verbo abulinar, el adjetivo bulinero, el diminutivo bulincito y el apócope bulo. Y son sinónimos de uso ya prácticamente abandonado cotorro, garconnière y pichonera.
A ver: siendo su origen el lunfardo, difuso pero estrechamente vinculado a la inmigración europea y con escaso aporte criollo, nació en los suburbios, en los conventillos y hasta en las cárceles.
Pero pertenece a un habla incorporada con tal fuerza entre nosotros, que se despegó hace tiempo del ámbito marginal e ingresó a la interlocución común.
Dijo Roberto Arlt en 1940 polemizando al respecto: -Es absurdo enchalecar en una gramática canónica las ideas cambiantes de los pueblos. Entonces esa gramática la tendrían que haber respetado nuestros tatarabuelos y, en progresión, concluiríamos que, de hacerlo, nosotros, hombres de hoy, de la radio y la ametralladora, hablaríamos el idioma de las cavernas.
Por algo este vocablo que ha sobrevivido, pese a todos los vientos de cambio, más de doscientos años, todavía nos brota con naturalidad:
-Me dijo que llegaba a las nueve. Así que… de vuelta al bulín.