Por Antonio Pippo
En anteriores columnas he insistido acerca de la importancia del lenguaje -el valor de las palabras- en el progreso o degradación de las sociedades. Creo que ha sido suficiente por ahora y espero haber abierto el pensamiento de los lectores para elaborar ideas y actitudes hacia la cuestión, sobre todo por su peso en la educación y la cultura social.
Prefiero hoy recordar un aspecto puntual, y por lo tanto parcial, de todo esto, con algunas recordaciones relevantes.
Uruguay vivió en el pasado varias épocas de artistas de la palabra que trascendieron fronteras, sobre todo con la poesía. Como ejemplo, pensemos en la segunda etapa de lo que se llamó la “modernización del país”, período entre mediados del siglo diecinueve y principios del veinte. Ahí aparecen sublimes poetas que influyen en la sociedad de su tiempo; a modo de ejemplo: José Zorrilla de San Martín, Julio Herrera y Reissig, Juana de Ibarbourou, y María Eugenia Vaz Ferreira, entre otros. Su influencia en una construcción cultural plausible fue notoria.
Más acá en el tiempo, lentamente, esa influencia comenzó a flaquear por múltiples motivos, aunque no faltaron voces -que todavía resuenan, aunque tal vez no lo suficiente- capaces de sostener la dorada herencia.
Una de esas voces, y ya nos ubicados a mediados del siglo veinte, fue la de Líber Falco. Lo elijo como ejemplo porque fue un fenómeno excepcional, que se extendió con rapidez y también con rapidez ha empalidecido al paso del tiempo por una muerte demasiado joven. Nació, vivió y murió en Montevideo (1906 – 1955)
“Poetas van y poetas vienen”, escribió Susana Crelis Secco.
“Algunos permanecen y puede decirse que Líber Falco es uno de ellos”.
Soledad, muerte, amor, han sido siempre materia de
poesía. “Falco hace de su soledad -dice Susana- su
centro poético. Permea todas sus vivencias con una
singular sensibilidad y logra que su obra se transforme
en un testamento universal, propio y permanente”.
–Si pudiera, si pudiese,/ si hubiera podido en la vida/
Encontrarle un sentido a las cosas,/ y estar tranquilo
Y ser humilde, pobre y bueno,/ porque alguien allá
arriba me lo pide,/ y porque es bueno al fin y necesario/
estar asido a algo o a alguien.
La muerte para Falco es la cita segura y temida. Y casi
toda su poesía exhala melancolía. Como dijo Arturo
Sergio Visca: “Como la vida misma, diáfana,
misteriosa y desnuda”.
Falco, segundo hijo de un peón de panadería, nació en el barrio Jacinto Vera y escribió sus primeros versos a
los dieciséis años. Mientras tanto, alternaba su lírica trabajando en una imprenta, en una peluquería, como
vendedor de pan y finalmente corrector de pruebas de libros y diarios. Contrajo matrimonio a los veintinueve
años y no tuvo hijos. Sus intereses literarios fueron variados, destacándose Dostoyesvski, Tolstoi, Romain
Rolland y César Vallejo. Su obra se condensa en los Libros “Cometas sobre los muros” (1940), Equis anda
Calles (1942) y “Días y noches” (1946). “Tiempo y Tiempo” fue editado por un grupo de amigos después
de su muerte.
Confesó una vez: –Quizás la propia uniformidad de mi paisaje cotidiano, donde amaneció mi mirada de niño,
me obligara a pensar y entonces me pareció la vida una cosa un poco monótona pero también bastante
misteriosa.
Curiosamente, Falco -publicados en el libro póstumo-
escribió la letra de dos tangos, que cuentan con la música del maestro Domingo Bordoli y de los cuales hay grabaciones, porque al igual que con otros poemas
suyos, varios artistas populares hicieron versiones
propias.
Falco fue un diferente. Dijo Jorge Arbeleche: “La lírica de Líber parece bastante aislada. Publica tardía y
escasamente, no cultiva las formas de vida de un
intelectual, excepto la módica bohemia de tertulias de
café, pero su obra es una expresión atenta a transmitir
los estremecimientos que la soledad, la muerte y la
amistad provocan en lo cotidiano. Sus escenarios
fueron sencillos, terrenales: los suburbios, los cercos de cinacinas, las tinas abandonadas, los corros de las
gallinas y las cometas sobre los muros”.
–Vienes por un camino/ que mi memoria sabe,/ y me
detengo entonces/ indagándote el rostro./ mas ¡ah!
Ya no es posible/ siquiera, no es posible,/ detenerte un
Instante./ Todo está muerto, y muerto/ el tiempo en que
ha vivido./ Yo mismo temo, a veces,/ que nada haya
existido;/ que mi memoria mienta,/ que cada vez y
siempre/ -puesto que yo he cambiado-/ cambie lo que
he perdido.
Un recuerdo necesario. Y otra oportunidad para pensar
cuánto dependemos del lenguaje y su uso entre
nosotros.
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