LA AVENTURA DEL TANGO: EL INCORFORMISTA

ANTONIO PIPPO PEDRAGOSA Columnista

La vida artística de Juan Carlos Cáceres fue una rebeldía.

O, tal vez mejor dicho, la lucha de un gran inconformista que, no obstante, nunca renegó de un par de principios para él esenciales. Esa vida, al fin, lo llevó a ser probablemente el más olvidado de los grandes renovadores en lo que va de la historia del tango.

Cáceres, conocido amistosamente como El Gordo, nació en Buenos Aires, el 4 de setiembre de 1936, a orillas del arroyo Maldonado, próximo a Nazca, un barrio industrial muy pobre. Sus padres lograron que hiciera sus primeros estudios de música –a los ocho años tocaba el piano- y luego se las ingenió, pagando las clases con actuaciones aisladas con Osvaldo Piro y como solista en cafés de mala muerte, para añadir el dominio del trombón, de los instrumentos de percusión y la guitarra. Y aprendió a cantar, aunque su estilo de registro bajo, grueso y ronco, nunca lo hiciera popular.

Por si no alcanzase, su inquietud lo llevó a convertirse en un muy profesional investigador histórico y en artista plástico.

El Gordo Cáceres fue un incansable defensor de la teoría de que el tango se inició “como una cosa de negros”. Es conocido su libro Tango negro –subtitulado La historia negada– donde sentenció que los aportes decisivos a la construcción de la música popular ciudadana fueron “el de los negros del Río de la Plata, con sus percusiones de las que salió el candombe; el procedente de Cuba, o sea la contradanza europea convertida en habanera; la milonga, traída de Brasil por los soldados de Urquiza y que llegaría a nuestro campo y más tarde a las orillas de las ciudades; y después aparecerían las influencias múltiples de la inmigración generalizada”.

En realidad, desde mi modesto punto de vista, poco de esto es discutible.

Claro, ¡si eso hubiese sido todo!

Cáceres amaba tanto ese tango primitivo, como el jazz clásico o el rock, en una fusión poco ortodoxa que lo llevó a defender la música electrónica y a admitir: -Soy una especie de ovni para los tradicionalistas, porque siempre fui a contracorriente. Lo que hago les parece como el eslabón perdido de la evolución del tango.

Hubo en su vida un año clave: 1968. Primero viajó a España y en mayo, a una semana de que cerraran las fronteras por la llamada “revolución del 68”, se instaló en París. Y allí se quedó hasta su muerte, el 5 de abril de 2015, en Perigny.

Fue en Francia, junto a su esposa Silvia, donde desarrolló lo sustancial de su obra.

Sin embargo, vale la pena recordar que durante los años anteriores, en Argentina, a comienzos de la década de 1960 regenteó el recordado local La Cueva, inspirado en La Cave de París y en The Cavern de Liverpool. Ahí se reunían músicos, pintores y jóvenes pensadores revolucionarios, con un amor precoz por el surrealismo; ahí tocaba tango a su manera, pero también mucho jazz y rock junto nada menos que a Tanguito y a Miguel Abuelo, indiscutibles pioneros de toda contracorriente musical; ahí ganó la escasa fama que lo acompañó en esa época en su tierra natal, también pintó sus primeros cuadros y compuso sus primeras poesías.

En Francia, desde el desarraigo, soltó amarras que aún le quedaban: creó el París Gotán Trío con Sedef Ercetin en violonchelo y Sasha Rozhdestvensky en violín y él en piano; el proyecto Maquinal tango basado principalmente en la música electrónica; la agrupación Tango Negro con el bandoneonista César Stroscio, el pianista Juan Carlos Carrasco y él con su querido trombón; y grabó sus principales creaciones: Solo, Sudacas, Íntimo, Utopía, Tocá tangó, Murga argentina, Live a la chapelle y Noche de carnaval (éste en realidad un álbum, el último, grabado en 2011). También rescató, a su manera, clásicos como Malevaje, Como dos extraños, Serafín y Vuelvo al Sur y presentó en la Galerie Monde de l’Art, en el Barrio Latino, cuarenta cuadros destinados a desarrollar la idea de la raíz africana del tango, mostrando soldados negros ora empuñando el fusil, ora divirtiéndose con clarinetes y bandoneones, en plena guerra de la Triple Alianza.

Al cierre, una curiosa descripción de El Gordo a cargo de Julio Nudler: -Entre cachador y sentimental, de verso casual y desprolijo, evocador de fracasos amorosos y ayeres en lo que todo era posible, capaz de crear una melodía serena claramente tanguera y saltar enseguida a algún ritmo frenético, se reconoció siempre admirador de Edmundo Rivero y Roberto Goyeneche.

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