
-Eras delgado y ágil, de rostro pálido. Vestías casi siempre de traje oscuro, con saco de solapas pequeñas. Y lucías en el pecho, debajo de tu mentón lampiño, el moño negro y volador que enlutaba tu bohemia romántica. De tu frente limpia arrancaba un jopo caprichoso, castaño y elegante. Venías del barrio. Del fondo del barro, allá por Almagro.
Así describió Homero Manzi –cuando estrenaron su milonga en homenaje a ese hombre tan conmovedoramente dibujado- a José Luis Betinotti, nacido en Buenos Aires el 25 de julio de 1878 y muerto en la misma ciudad el 21 de abril de 1915, quien fue llamado El cantor de las madres y El último payador.

Pero Betinotti, hijo de inmigrantes italianos que padeció una ingrata infancia, que no tuvo estudios, que trabajó desde niño como hojalatero y luego moldeador de tacos para zapatos de mujer y a quien, ya adolescente, Luis García, un mulato que actuaba en un circo, le enseñó a tocar la guitarra de oído, fue algo más: fue quien, sin haber cantado formalmente un tango jamás, abrió la puerta a los cultores de este género que vinieron después, empezando por Gardel.
Se inició, muy joven, como cantor de serenatas hasta que conoció al payador Gabino Ezeiza, quien decidió ser su padrino artístico. Y aunque es verdad que Betinotti cruzó hasta la payada gauchesca –y la cultivó un tiempo- se convirtió muy rápido en un payador del arrabal, algo inusual en su tiempo, que usaba el lunfardo: prefirió pararse ante el público y pedir temas para improvisar canciones a dirimir con un rival habilidades rimadas, de tono rural, en añejas pulperías.
Un caso atípico, que lo hizo único y el más recordado payador, aunque haya dejado de serlo apenas compuso sus propios temas y añadió obras de otros que le gustaban. Ha dicho Néstor Pinsón: “Sus versos nunca fueron campesinos. El conocía muy bien el arrabal, los barrios marginales y los padecimientos de su gente y, con la amalgama de la música orillera, le daba a su canto el particular sabor de la cosa porteña”.
Betinotti, que se casó a los dieciocho años con María Cacciamatta, con quien tuvo un solo hijo que murió prematuramente, compuso melodías perdurables, de intensa tristeza, como Pobre mi madre querida, Como la madre quiere a sus hijos, A mi madre, Tu diagnóstico, El hogar, Un huérfano sin hogar, No te he faltao, Te perdono, En familia, Obsequio, Triste, Saludo al pueblo oriental (en honor al Uruguay), Desengañado y El cabrero, entre otras. Además, editó modestos folletos con poemas, caso de Mis primeras hojas, Lo de ayer y lo de hoy y De mi cosecha.
Si bien no hay certeza sobre la fecha en que Gardel conoció a Betinotti, ya está alejada de toda duda la admiración que éste despertó en aquél, al punto que El Mago solía buscarlo por Almagro para salir a cantar en cualquier esquina –maravilla que disfrutaron apenas algunos y de la que no quedó registro- y le grabó el estilo Pobre mi madre querida y los valses Tu diagnóstico y Como quiere la madre a sus hijos.
Hoy se saben otras cosas: el payador del arrabal bautizó “Zorzalito” a Gardel, conocía los primeros tangos y, entre casa, con su amigo, entonaba alguno con su voz abaritonada, cálida y llena de matices; son muchos los historiadores e investigadores que hoy sentencian que el más grande cantor popular rioplatense de la historia se volcó al tango, como otros enseguida, impulsados por tales improvisaciones de Betinotti. Él fue, sin intención de serlo, el precursor de los cantantes de tango.
Tres hechos despejan todo debate sobre la importancia de Betinotti, incluso décadas luego de su muerte.
En 1950 Homero Manzi y Ralph Papier filmaron El último payador en su homenaje, con Hugo del Carril en el papel principal; esta película integra la lista privilegiada del cine argentino.
Aún se conserva un afiche promocional del escritor Julio Cortázar donde destaca una cita suya: “Con una valija en la mano, enderezó para una parrilla del puerto donde una noche alguien medio curda le había contado anécdotas del payador Betinotti y de cómo cantaba aquel vals… “Mi diagnóstico es sencillo, sé que no tengo remedio”.
Y está la carta de Gardel a su madre, enviada desde París en 1931: “Me presentaron a Chaplin; es un hombre bajito, muy simpático, que me vino a saludar al hotel. Le canté Pobre mi madre querida, de Betinotti. Al traducirle la letra, se emocionó hasta las lágrimas. Es que esos versos salieron de un corazón muy sensible y a mí me hicieron recordarla a usted”.