LA AVENTURA DEL TANGO: UN TREN EN MARCHA

ANTONIO PIPPO PEDRAGOSA
Columnista

El tren corría cansino. Un traqueteo.

El 20 de febrero de 1874 esa unidad del Ferrocarril del Norte iba desde Olivos a Retiro, en Buenos Aires: en uno de los vagones, atrayendo la mirada y preocupación de otros pasajeros, viajaba, quejándose, una mujer embarazada a punto de parto; otra mujer, que dejaba entender su experiencia para tales situaciones, se colocó hincada frente a ella, hablándole con suavidad. En ese preciso instante el tren, al tomar una curva, causó una sacudida.

Fue suficiente. La parturienta gritó, alcanzó a verse la cabecita del bebé y la comedida debió ayudar a que viera la luz. Alguien tuvo la idea de llamar al guarda para detener el tren; pareció sensato; no lo fue. Cuando el funcionario se presentó y observó la escena, suspiró y cayó desmayado en medio del pasillo. Dos a atender.

Esta anécdota, verídica y por cierto excepcional, pinta el traumático  nacimiento, digno del grotesco, de Alfredo Antonio Bevilacqua, quien luego sería una gran personalidad como pianista, compositor y director de orquesta de la Guardia Vieja.

Además de lo inusual de la peripecia, uno podría suponer que hubo consecuencias no deseadas en la personalidad de Bevilacqua. No. Su experiencia vital iniciática no dejó huellas emocionales o psicológicas en su carácter; al revés, parece que ayudó a forjar a una persona serena, tolerante y sensible; seria, sí, igual que ética e inteligente, pero también divertida, amena en su trato con los demás.

A los catorce años le abrieron la puerta de la casa natal, en Belgrano: por un lado, para marcarle el rumbo al trabajo –un corralón de maderas- porque “había que aportar en épocas difíciles”, y por otro, para indicarle donde canalizar su gusto por el aprendizaje musical.

Comenzó con la guitarra y muy pronto pasó al piano, donde tuvo dos maestros de gran destaque: Ángel Ratti y Brunetti Abnicari. Ambos coincidieron: el jovencito tenía “una sólida intuición” que luego, cuando se hiciera profesional y se dedicara al tango, le serviría para crear un repertorio valioso. Lo hizo y alimentó con calidad, como pocos, a la Guardia Vieja.

Independizado de sus padres, Bevilacqua tocó el piano en varios centros sociales y cafés, en el tradicional Bar Pasatiempo, en el Teatro Victoria y hasta en lo de “María, la Vasca”, un sitio de los suburbios donde se mezclaban malevos con “niños bien” compadritos y donde, poco antes, en 1897, Rosendo Mendizábal había estrenado El entrerriano, su mayor éxito.

La obra de Bevilacqua recorrió caminos escasamene transitados por los colegas de entonces: si bien su primer tango, Venus, compuesto en 1902, tuvo poca repercusión aunque lo grabó en el viejo sistema de cilindros con una banda de músicos que eran sus amigos, durante el festejo por el centenario de la liberación argentina, el 25 de mayo de 1910, estrenó una de sus obras principales, Independencia, y regaló la partitura nada menos que a Isabel de Borbón, invitada especial; meses después, y por vínculos que había creado gracias a su buena educación, conoció al cónsul de Chile, ministro Cruchuga Tortorell, y con su entusiasta aprobación hizo el que muchos consideran es su más logrado tango, Emancipación –del que hoy podemos disfrutar la extraordinaria versión que dejó Osvaldo Pugliese-, cuya partitura fue a parar a manos del diplomático trasandino.

Entre la obra principal de Bevilacqua es de justicia, por otra parte, rescatar Apolo (1903), Minguito (1905), La gran  muñeca (en homenaje al famoso jockey Torterolo) y también Recuerdos de la Pampa, Cabo cuarto, El fogón, Bar El Popular, Marconi, Primera Junta, Expresión criolla, El orillero, Reconquista y el que fue su último tango: Brisas del sur, de 1933.

Desde mediados de la década de 1930 hasta su muerte, el 1º de julio de 1942, Antonio Alfredo Bevilacqua, con la salud deteriorada y avanzada edad, dejó al público, se refugió en la familia y vivió sus últimos años trabajando como afinador de instrumentos.

La mayoría de sus tangos fueron grabados  por rondallas –conjuntos musicales de cuerdas- y por algunas orquestas. La principal fue, sin dudas, la del bandoneonista Juan “Pacho” Maglio.

Otros detalles dejan claro que la vida de este “emperador” de la Guardia Vieja fue todo menos aburrida: junto a Francisco Canaro tuvo el honor de fundar SADAIC, tras un largo empeño. Y en sus ratos de ocio escribió sonetos; tal vez autocrítico en exceso, solo publicó uno y, más tarde, un pequeño volumen teórico-práctico titulado “Escuela de tango”.    

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