MI QUERIDO TANGO: MINIMAS HISTORIAS INOLVIDABLES

ANTONIO PIPPO PEDRAGOSA. Periodista, Escritor, Editorialista, Director Gral. Cultura Tanguera.
COLUMNISTA

Una de las curiosidades que han adornado a la gran historia del tango, aún misteriosa –y también han permitido que se escribiese más de un disparate por ahí-, es el origen de los nombres de algunos temas, clásicos vigentes y clásicos olvidados, que derivaron de circunstancias cuasi insólitas o de paradojas provocativas.

¿Por qué no comenzar con una de esas paradojas, sólo posibles en aquellos lejanísimos tiempos donde el tango, música prostibularia, marginal, execrada por la alta sociedad rioplatense, luchaba por definir una forma y hacerse un lugar de expresión?

A principios del siglo XX, en Buenos Aires sobre todo, sonaba muy fuerte un tema que luego se fue olvidando, pero que figuró entre las grandes obras de la Guardia Vieja: “El apache argentino”. Pocos recuerdan, sin embargo, que escasos años después, aquí, en nuestra querida Montevideo, se escribió “El apache oriental”, tango que, hay que admitirlo, discurrió sin tanto bombo como el de la vecina orilla aunque tuvo sus quince minutos de auge. ¿Dónde está la paradoja? Sencillo. “El apache argentino” fue escrito en Buenos Aires por un pianista uruguayo, Manuel Aróztegui; “El apache oriental”, a su vez, fue escrito en Montevideo por un entonces jovencísimo pianista argentino, Enrique Delfino, el recordado autor de “Milonguita”, de 1920, junto a Samuel Linning, escritor, periodista y letrista uruguayo hasta la médula.

La letra de “Mano a mano” –considerado uno de los tangos más importantes porque junto a “Mi noche triste”, inicio del tango canción en 1917, afirmó a las letras lunfardas en historias de sentimientos genuinos, creíbles- fue escrita por Celedonio Flores en 1920, con música de Gardel y Razzano. Ocurrió luego de escuchar, en un modesto cafetín de barrio, la penosa peripecia de un cantante de tango añoso, arruinado y enfermo de tuberculosis: narración tristísima que el autor, de todos modos, atemperó algo. Ese cantor se llamó Fernando Nunziatta; no pasó al bronce de la música ciudadana y había conocido al negro Cele en el bulín de la calle Ayacucho. Sí, sépase que ese bulín no fue imaginado para dar título a otro tango; existió como lugar de encuentros de bohemios noctámbulos para conversar en una mateada, para jugar cartas, beber o sentir el calor de algunas mujeres, “con la lluvia afuera y el fato sin testigos”.

También hay obras que, sin haberlo siquiera soñado sus autores, concluyen siendo premoniciones trágicas. “La gayola”, un recordado tango de la década de 1920, fue dedicado por sus autores, Armando José María Tagini y Rafael Eulogio Tuegols, a un comisario famoso de la época, Enrique Maldonado. Al margen de este gesto admirativo salido vaya a saberse de qué intención o compromiso, hay que recordar el final: “…juntaré unos cuantos cobres/ pa’ que no me falten flores/ cuando esté dentro’l cajón!”; fue lo último que cantó Julio Sosa, poco rato antes de fallecer en un absurdo accidente de tránsito en la madrugada porteña. Y hay quien dice –versión ésta que tiene sus detractores- que lo cantó Gardel, informalmente en el aeropuerto, unos minutos antes de subir en Medellín al avión que lo conduciría a su muerte.

Menos dramático, se podría arriesgar que hasta gracioso, aunque de humor negro, es el origen de “El internado”, tango que el maragato Francisco Canaro compuso a mediados de la década de 1910. Por ese tiempo –para ser exactos entre los años 1914 y 1925- los estudiantes de medicina que practicaban en hospitales de Buenos Aires organizaban bailes a los cuales convocaban a músicos renombrados; el primero que animó esos encuentros danzantes fue Canaro, quien, en sus memorias, narró las características que los jóvenes universitarios imponían a las veladas: “Hubo casos en que a los cadáveres de la morgue les cortaban las manos y luego, disfrazándose con sábanas, en forma de fantasmas y con unos palos a manera de brazos, ataban esas manos yertas, heladas, y se las pasaban por la cara a las mujeres, con el efecto que es de suponer”. Se supo de otras ocasiones, tal cual ha relatado Horacio Salas, en que ponían en lo alto de la sábana la cabeza de un cadáver o dejaban sobre las mesas algún órgano extraído de los laboratorios. Hubo otros autores que dedicaron tangos a estos bailes: Vicente Greco con “El anatomista” y “Muela cariada”, Eduardo Arolas con “Rawson” (nombre de uno de los hospitales) y “Anatomía”, y Scatasso y Bastardi con “La cabeza del italiano”. Sin embargo, la mayor parte de los historiadores asegura que el tango más famoso dedicado a los bailes de los estudiantes es «El once”, de Osvaldo Fresedo, que alude precisamente a los años que duró este muy poco ortodoxo divertimento.


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