La aventura del tango: Cátulo Castillo    

ANTONIO PIPPO PEDRAGOSA. Periodista, Escritor, Editorialista. Director Gral. Cultura Tanguera. Columnista

Hay quienes cultivan la idea de que ciertos hechos singulares, ocurridos en distintas etapas, pueden influir en la creatividad de los artistas y hasta definir su vida. No es nada más que eso, una idea, pero…

En agosto de 1906, al nacer quien sería conocido como Cátulo Castillo –músico, poeta, periodista, compositor y director de orquesta, admirado como uno de los más grandes letristas en la historia del tango- su padre, el escritor y dramaturgo José González Castillo, un anarquista radical, quiso anotarlo en el Registro Civil con el nombre de “Descanso Dominical González Castillo”. No lo aceptaron y, tras una grotesca y extensa discusión que duró días, se logró persuadirlo de usar otros nombres, de todos modos no demasiado comunes: Ovidio Cátulo; y se cree que la decisión del hijo, ya adulto, de firmar sus obras con sus segundos nombre y apellido, aunque nunca lo confesó, tuvo el talante de un tardío “portazo” –igualmente cariñoso, pues se querían mucho- contra aquel despropósito paterno. Pero antes había ocurrido algo más: cuando al padre, que esperaba en el boliche de la esquina el parto en la casa, según la costumbre de entonces, le avisaron del nacimiento corrió al hogar, arrancó al niño de brazos de la madre, lo llevó al patio, desnudito, lo elevó al cielo mientras llovía intensamente, y le auguró “el futuro de constructor de una nueva sociedad”. En sus memorias, décadas después, Cátulo confesó que “mi primer día fue también el de mi primera congestión pulmonar”.

Dos hechos singulares, sin dudas, que marcaron al autor.

Ovidio Cátulo González Castillo –popularmente conocido como Cátulo Castillo-, que aprendió música a los ocho años, fue, a juzgar por la opinión de la mayoría de los entendidos, el mejor paisajista de la ciudad que dio el tango, asentado en la melancolía y la nostalgia, un poeta admirador de Rubén Darío y que, además, coqueteó incluso tanto con el llamado “tango romanza” (caso de “Griseta”, con música de Enrique Delfino) como con un acercamiento a la canción de cámara (caso de “El aguacero”, del que compuso la música con letra de su padre).

Basta una incompleta lista de sus composiciones, aparte de las mencionadas, para que se eleve el respeto junto al entrañable recuerdo de este gran amigo de Homero Manzi y Aníbal Troilo: “Organito de la tarde” (el primero, a los 17 años, componiendo la música para otra poesía de su padre), “Viejo ciego” (hizo la música con Sebastián Piana y la letra es de Manzi), “Tinta roja”, “Patio mío”, “Caserón de tejas”, “El último café”, “La última curda”, “El patio de la morocha”, “María”, “Anoche”, “Perdóname”, “Café de los angelitos”, “La calesita” (con música de Mariano Mores, tema que dio origen a una película protagonizada por Hugo del Carril), “La cantina”, “A Homero”, “Y a mí qué”, “Desencuentro”, “Una canción”, “Caminito del taller” y las menos conocidas “Para qué te quise tanto”, “La madrugada”, “Dinero, dinero”, “Papel picado”, “Un hombre silba”, “Te llaman violín” (con música del impar violinista Elvino Vardaro) y “Acuarelita de arrabal”.

Hay otros apuntes necesarios: por ejemplo, hizo la banda musical de la primera versión de “Juan Moreira”, en 1936. Años más tarde, en 1967, publicó el opúsculo “Prostíbulos y prostitutas” y, con una dedicatoria, se lo envió a Perón a Madrid.

-Me divertí mucho –dicen que dijo el general. –Me hizo recordar mi vida cuartelera en Entre Ríos. Es que el hombre, además de calle, tiene que tener quilombo.

Viajó por el mundo con su propia orquesta o acompañando a otras, tuvo una profusa actividad sindical en beneficio de los autores e, igual a su colega Celedonio Flores, fue boxeador peso pluma y seleccionado a las Olimpíadas de Amsterdam, que los uruguayos recordamos tanto, en 1924.

De retorno a lo dicho al comienzo, hubo otro hecho singular, y éste definitivo, en la vida de Cátulo. En 1974 visitó con unas copas y pretensión bromista a una adivina, que le pronosticó el día exacto de su muerte; huyó de él todo deseo de chanza y, al contrario, quedó muy preocupado. Sus amigos pretendieron animarlo, pero él siguió tan inquieto que mandó hacer un medallón de oro con esa fecha y no dejó de llevarlo en el bolsillo del chaleco. El día en cuestión, en la primavera del año siguiente, se levantó contento por un sol radiante y por sentirse muy bien; desayunó, almorzó, trabajó un poco y, a media tarde, quiso hacer una siesta; a las dos horas la mujer fue a despertarlo con un mate.

Estaba muerto. Había sufrido un síncope cardíaco.


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