Por Antonio Pippo
Si hay un tiempo en que debe prevalecer la serenidad es el presente.
Es hora de que no nos caiga encima un aforismo de Ernesto Esteban Etchenique, tal como “Intercambiemos ideas, una mía por cuatro tuyas”. O “te regalé flores y me reclamaron el florero”.
Pero no sólo espíritu y actitud serena. También honestidad intelectual.
El gobierno, frente a la crisis que vivimos, está haciendo verbalmente sus deberes con sentido común, con transparencia y analizando toda la situación, de tal modo de resolver esa compleja ecuación entre la evolución sanitaria, ante la cual no puede retroceder, y la recuperación paulatina de la economía, que no le puede llevar a cerrar los ojos y dormir, dicho esto como ejemplo.
Ahora— ¿cuándo se pasará de las palabras a los hechos, cuándo amanecerá algún consenso. Más allá de declaraciones aisladas de apoyo de la oposición –unas pocas que percibo sinceras y la mayoría dignas del Marqués de las Cabriolas-, hay una clara hostilidad que crece empujada por intereses políticos minúsculos, por la hipocresía, por el cinismo y hasta por la ignorancia, como aquella que ciertos españoles un poco oscuros intelectualmente dejaban caer sobre Churchill durante la Segunda Guerra Mundial: -¡Este gordo viejo es un tonto! Con la mano de años que tiene y largándose de un lado a otro como un pollo…!
Bastó que alguien sugiriera que el nuevo ministro del Interior, el doctor Carlos Negro, tiene una actitud demasiado pasiva frente a sus responsabilidades, para desatar una vorágine de protestas, rechazos y advertencias poco menos que esquizofrénica entre oficialismo y oposición, mientras algunas personas que fueron clave en el gobierno anterior -contra lo que yo esperaba- van escondiendo su cabecita en la banca mientras murmuran no ya acerca de la coalición que integró sino sobre el rearmado de su partido, hoy sin objetivo determinado (léase Manini Ríos).
No se trata de caer en la ingenuidad de pedir unanimidades. Hablo de un clima ahora cruzado por vientos de hostilidad, que amenazan llevarse al diablo lo que Konrad Lorenz llamaría “la función compensatoria de la moral responsable”.
Quizás el lector se sorprenda al saber que esa función, que desalienta los conflictos capaces de arriesgar el futuro colectivo, es común a todas las especies superiores. Por la incidencia del factor moral, inexistente en los animales y presente en los seres humanos, aquellos terminan siendo más “lógicos”, persistentes y efectivos en su conducta compensatoria por el mero instinto, que nunca les falla. A la inversa, hombres y mujeres suelen errar, tropezar o sencillamente ignorar ese esfuerzo constructivo, debido a sus debilidades morales o éticas.
The reader may be surprised to learn that this function, which discourages conflicts that could jeopardize the collective future, is common to all higher species. Due to the influence of the moral factor, which is nonexistent in animals and present in humans, humans end up being more «logical,» persistent, and effective in their compensatory behavior based on mere instinct, which never fails them. Conversely, men and women often err, stumble, or simply ignore this constructive effort due to their moral or ethical weaknesses.
Los más grandes peligros que han acechado y lo hacen aún a la humanidad tienen su origen, según Gehlen, en los trastornos causados por sus propios miembros en las sociedades, debido a eso que, a lo largo de los siglos, llamamos “cultura” desde el punto de vista antropológico, les ha ido inoculando los virus del egoísmo, la ambición y hasta la esquizofrenia.
Hoy lo observamos con tanta claridad que no hay necesidad de centrarse en la oposición para ponerlo sobre la mesa de disección, ya que es advertible, aunque parezca más sutil, entre miembros de la propia coalición de gobierno.
Obvio es que debemos despejar el camino de todo esto y potenciar la referida “función compensatoria”.
Claro, no resultará fácil, aunque las situaciones límite como la que atravesamos con la creciente inseguridad en las calles suelen servir para devolver sensatez a algunos, ojalá en este caso a la mayoría.
Supongo que me he repetido sobre esta cuestión. Será la edad. O será, nomás, que es necesario dar vueltas como en calesita sobre lo que se intuye esencial.
Ciertamente, ni yo, sacudido a veces por un optimismo que ya no brota del alcohol porque el cardiólogo no me lo permite, puedo sentir esperanzas sólidas al respecto cuando, entre tanta falsedad, guarangadas y malas intenciones que se tiran al aire, ahora nos inventamos unos debates absurdos acerca de cómo manejar la mayor preocupación de los uruguayos: más cárceles, menos cárceles; penas más severas, penas para la rehabilitación; atención completa a la familia en los barrios más vulnerables, diagnóstico y luego dejar todo en manos de la enseñanza.
Mientras el presupuesto nacional, que no alcanza aparentemente para todo lo necesario, es remendado con sueños en torno a milagrosas inversiones del exterior.
No sigamos jodiéndonos la vida al santo cohete, perdiendo de vista que ésta es una causa común, de tal manera que nos merezcamos un viejo poema gallego cuyo autor he olvidado: estos apuros,/ os regalo cuatro duros/ porque me deis buena muerte;/ sólo Pérez os advierte/ para que apuntéis derecho,/ aunque delito no ha hecho/ para tal carnicería,/ que toméis la puntería/ dos al cráneo y dos al pecho.
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