Por Antonio Pippo
Hubo un intelectual de renombre que dejó escrito un dramático destino para el planeta –El día que no haya libros, no habrá humanidad.
No pretendo, ni por asomo, intentar un debate acerca de semejante pronunciamiento que, por cierto, lo ha habido en claustros diversos y lo sigue habiendo entre académicos, filósofos y científicos. Me interesa más despertar el interés del lector por algo engañosamente más sencillo y que figura entre las preocupaciones más masivas y confusas de la actualidad.
La importancia de la educación en la creación de la cultura de una época, con centro, además del inicio de la familia con hijos, o dispuesta a tenerlos -el paso siguiente, sustantivo- en los métodos de enseñanza desde la más temprana edad.
Ya lo sé. Esta cuestión es recurrente en mí, pero como no advierto avances, redundaré, sólo que apoyándome en el ejemplo de una persona brillante a la que conocí y traté.
Aprender a leer, a comprender lo que se ha leído y, como consecuencia, progresivamente, avivar el pensamiento, la razón y las emociones. Es seguro que, si se enseña correctamente, no serán todos pero si una gran mayoría de habitantes de una comunidad la que aprenderá algo más: a hablar y escribir mejor y tomar correcta dimensión de lo que la rodea, moldeando el comportamiento social y ayudando a crear una cultura rica, constructiva, abierta y expandida como para ser, en serio, una CULTURA.
Voy a referirme a la persona que mencioné: Francisco “Paco” Espínola.
Un escritor de estilo riquísimo, muy volcado a lo criollo, al pobrerío, maestro de la síntesis, de lo descriptivo y de la ironía sanadora. Aprendió en la familia y luego en su ciclo de enseñanza a leer, a comprender y a poner en llama viva su imaginación; escribió básicamente cuentos, aunque también la novela quizás más significativa de toda la literatura uruguaya: Sombras sobre la tierra. Y esto es, a decir verdad, extraordinario: el único debate que sobrevive sobre él, casi siempre en medio de un ambiente humorístico, es algo de fondo verdadero: ¿fue mejor escritor que orador, o a la inversa?
Sus discursos, la narración oral de sus cuentos por suerte, casi todos, sobrevive gracias a los discos; fue un orador esplendoroso, que disfrutaba, en algún ciclo, contando el mismo cuento famoso y celebrado, poniéndole aderezos y hasta nueva ficción, sin alterar su esencia y para disfrute de quien oía -por ejemplo su mejor cuento- Rodríguez, más de una vez.
Hay una vieja anécdota que dibuja la fortísima personalidad de Paco como escritor y como orador: cierto día, en la Academia de Letras les hicieron un homenaje a él y a Juan Carlos Onetti, otro grandísimo literato. Iban a hablar ambos; le tocó primero a Espínola, quien se despachó con una charla magnífica y entretenida pese a su extensión; el público, extasiado, lo aplaudió por varios minutos. Cuando le tocó el turno a Onetti, se levantó con cara sombría, con la certeza de perder en el mano a mano y con la agrisada ironía que lo caracterizaba, y dijo: –Yo no hablo, escribo. Y se sentó de inmediato.
Está claro que no era un orador nato; más bien le molestaban esos actos de dispensar honores. Pero que a nadie le quepan dudas que Onetti fue, incluso, un escritor más rico y diverso que Paco. O sea, otro ejemplo de leer, comprender, mover el pensamiento, razonar…
¿Quién, salvo errores de la política, sería el responsable de que hoy el noventa por ciento de la población adulta y de las nuevas generaciones esté a distancia sideral de estos maestros. Nadie pide que todos los que vengan se transformen en Paco, Onetti o Amanda Berenguer. Confío en que nos entendemos.
Ahora bien, ¿por qué la cultura nacional sigue en estado de degradación, sin necesidad de planes que creen genios sino simplemente seres inteligentes y benevolentes?
Va el final del cuento Rodríguez, que es un ejemplo del valor del escepticismo.
Rodríguez (Paco Espínola, fragmento)
(Explicación previa: Rodríguez es un gaucho familiero, muy aferrado a los valores simples y con una paciencia a toda prueba. Va encima de su zaino, al paso, mientras arma un cigarro de chala. Se le aparece el diablo, en un caballo negrísimo, que lo quiere conquistar de cualquier forma: ofreciéndole mujeres, dinero, poder, hasta que termina convirtiéndose en diversos animales para conmover a aquel gaucho que sigue con la mirada fija en la chala, sin prestar atención y siempre al paso y en silencio. De pronto, el diablo se convierte en el jinete de un bagre gigantesco y baila y canta alrededor de Rodríguez hasta que da una voltereta y queda clavado en las aletas).
-Hablame, Rodríguez…¿y esto? ¡por favor¡ ¿Te fijaste bien…? ¡Fijate!
-¿Eso…? Mágica, eso…
Aún abrazado al bagre después del sofrenazo, tratando de no caer, el diablo dijo:
-¡Te vas a la puta que te parió!
Y mientras el zainito -hasta donde no llegó la exclamación por haber surgido entre un ahogo- seguía muy campante bajo la blanca, tan blanca luna tomando distancia, el otra vez oscuro, al sentir enterrársele las espuelas, giró en dos patas enseñando los dientes, para volver a apostar a su jinete entre los sauces del Paso.
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