Por Antonio Pippo
Nadie ignora que la política es imperfecta, tal vez porque su funcionamiento queda inexorablemente en las manos del ser humano, encargado de hacerla funcionar, y no de una máquina calculada para no fallar. No obstante, es también necesaria para sostener un sistema democrático y republicano de gobierno.
Dicho esto, parecería que he bajado un telón. ¿Qué más decir?
No. La viejísima política –antigua tanto como la humanidad misma- se las ha ingeniado, al paso del tiempo, a incorporar cambios para adaptarse a las características del progreso o el desaliento de las civilizaciones, así como a los avances de la ciencia y la técnica. Sin embargo, hay una faceta de su desarrollo que, en el presente y desde hace algunas décadas, deja la impresión de haberse acentuado: una bipolaridad obstaculizadora.
Trataré de explicarme con sencillez. En el escenario de una democracia hay, en todo momento, quienes gobiernan y quienes quedan ubicados en la oposición. Demasiadas veces el destino de una sociedad se ve presa de una actitud que, antes o después de las elecciones, impide lo que ha dado en llamarse “políticas de Estado”, o simplemente acuerdos o consensos, para sostener actos que, en beneficio general, duren más allá de los períodos en que estos o aquellos se sientan en los sillones del poder.
Tomaré el ejemplo de mi país, Uruguay.
Hay un montón de proyectos de ley que requieren, precisamente, de políticas de Estado, acuerdos o al menos consensos sustentables. Nadie puede decir que no se hayan intentado acercamientos entre el gobierno y la oposición. Pero los resultados, que comenzaron siendo alimento de relativas esperanzas, son, ya en este momento de reciente cambio de gobierno, desalentadores.
Como el tiempo va pasando y, si se tratara de ejemplificar lo positivo –y lo es, al margen de su incidencia real-, habría que remitirse sólo a la actitud que asumieron hace tiempo dos veteranos políticos separados en el mundo de las ideas casi por un abismo, conscientes de que ya eran octogenarios, y también respetados, quienes aceptaron entonces el reto de desarrollar, sin un programa definido ni demasiado formal, charlas mano a mano acerca de la realidad social, el peso de la historia vivida y el futuro previsible: el doctor Julio María Sanguinetti, del Partido Colorado y dos veces Presidente de la República, y el senador José Mujica, ex guerrillero y líder intelectual intocable del Movimiento de Liberación Nacional (Tupamaros), fallecido recientemente. Es la demostración de que se puede lograr aquel soñado objetivo, poniendo sobre la mesa una ética plausible y valores morales elevados: ambos, que entendieron que ya no serían candidatos tanto como las limitaciones de su edad, les dijeron a los demás que se puede acordar sin renunciar a sus convicciones si delante está el destino de las futuras generaciones.
Tristemente, debo añadir que, por ahora, esa generosidad y responsabilidad democrática sólo cosechó positivos comentarios periodísticos e, incluso, de más jóvenes políticos en actividad, pero que –como suele decirse- “no movieron la aguja” de las relaciones entre gobierno y oposición.
Mientras tanto, múltiples hojas de proyectos de ley imprescindibles siguen agitándose en manos diversas, generando más disputas que cortesías y un uso político partidario, en el peor de los sentidos, de quienes debieran seguir el ejemplo de los ancianos líderes.
No son cosas sin importancia las que figuran en los actuales desafíos. A ver: reforma del Sistema de Previsión Social, reforma del Sistema Educativo, la determinación de actos que pueden tener fuerte repercusión en el Mercosur, la mejora de los sistemas de seguridad interior y medidas concretas para reactivar la construcción de viviendas de interés social, impedir el derrumbe del sistema de salud y planes para combatir el desempleo y mejorar el salario real.
Está claro que se trata de aspectos de diferente importancia y que, en su mayoría, necesita de una progresión que llevará años para que puedan calificarse sin error los resultados.
También está claro que es una utopía creer que no habrá discusiones y, punto crucial, concesiones. Pasa que, encerrados en el dogma o el fanatismo, lo que se avizora en el horizonte asusta.
Me deprime cerrar con un sentimiento de pesimismo porque –me bastaría sacar la cabeza por la ventana que da a la calle- día a día los políticos se alejan de los sabios con espíritu constructivo y se entreveran en frases hechas insultantes, desacreditaciones gratuitas y un inocultable deseo de demorar en vez borrarlo un plazo que se acorta, se acorta…
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