
COLUMNISTA
Y, sí. Es verdad que, ya cantor reconocido y aún ginecólogo con el consultorio siempre lleno, Alberto Castillo dijo aquello de que había terminado su carrera de médico “culpa de las mujeres”; o, mejor dicho, de ciertas actitudes equívocas que asumían ciertas damas que lo visitaban, encandiladas por su porte y fama, y que tan incómodo le ponían.
¿Un concepto machista? Quizás en aquella época. Aunque, a fin de cuentas, respondía a una verdad.
Castillo fue un hombre de familia. Se casó con Ofelia Onetto y tuvo tres hijos, todos con formación académica: Alberto Jorge, obstetra, Viviana Ofelia, ingeniera agrónoma, y Gustavo Alberto, cirujano plástico. Los tres nacieron en la plenitud del éxito artístico de su padre, se criaron bajo esa sombra fascinante y, sin embargo, prefirieron el estudio y desarrollo de sus respectivas vocaciones: les bastaba disfrutarlo en los espectáculos y en el cine.
El tango, mientras tanto, afianzaba año tras año a una de sus voces más personales, afinadas y llena de matices, que alguna vez hizo decir a Troilo: –Cuando se fue con Tanturi, era el cantor que yo quería. Pero, como me pasó en otras ocasiones, no lo pude tentar.
Al llamado “cantor de los cien barrios porteños”, peronista sin militancia que soñaba los sueños del general y de Evita, prototipo todavía marginal, como el Mono Gatica, del nuevo ser argentino que fue corriendo al patriciado argentino y conquistando derechos negados durante décadas, se le auguró un final anticipado a mediados de la década de 1950, terrible etapa histórica que se abrió con la “Revolución Libertadora”. Pero parecía que Castillo tenía un ángel protector; o, en todo caso, mucho valor y astucia: cuando menos se esperaba, incorporó a su repertorio el candombe, viajando con asiduidad a nuestro país y apelando a músicos y bailarines uruguayos, que conoció en Palermo y en el Barrio Sur. De esos años el primer éxito llevado al disco fue Charol, de Osvaldo Sosa Cordero, al que siguieron, cual exitoso aluvión, el inolvidable Siga el baile, de Carlos Warren y Edgardo Donato, Baile de los morenos, El cachivachero y Candonga, que le pertenece en letra y música.
Este candombe, precisamente, inició su faceta de compositor, más nutrida como letrista, que continuó con los tangos Yo soy de la vieja ola, Muchachos escuchen, Cucusita, Así canta Buenos Aires, Un regalo del cielo, A Chirolita, Dónde me quieren llevar, Cada día canta más y Castañuelas, y las marchas La perinola y Año nuevo.
Luego de este impacto popular que conmovió al Río de la Plata y logró que Castillo se salvara de la censura, el cine, que ya le había abierto las puertas a su naturalidad tan contagiosa –desde el debut en Adiós pampa mía (1946), pasando por El tango vuelve a París (1948, acompañado por Pichuco), Un tropezón cualquiera da en la vida (1949, con Virginia Luque) y Alma de bohemio (del mismo año), hasta La barra de la esquina (1950)- concluyó de consagrarlo popularmente con Buenos Aires mi tierra querida (1951), Por cuatro días locos (1953), Ritmo, amor y picardía (1955), Música, alegría y amor (1956), Luces de candilejas (1958), las tres últimas con la rumbera Angelita Vargas, y Nubes de humo (1959).
Era un septuagenario cuando lo convocaron para la película Luna de Avellaneda, donde personifica a un médico de barrio, que ayuda en un parto durante una quermés: es en ese filme que canta, al cierre, Siga el baile, en una personal interpretación cuyo arreglo pertenece a Jaime Roos.
Y ya se veía como un entretenido anciano al que poco se le entendía al cantar, pero que exhibía una alegría vigorosa, cuando rompió todos los moldes y volvió a grabar ese maravilloso candombe junto a la banda de rock “Los auténticos decadentes”, cuyo éxito los obligó a repetirlo a lo largo y ancho de Argentina.
Alberto Castillo falleció el 23 de julio de 2002, los ochenta y siete años. Su tumba está en el cementerio de La Chacarita.
El “cantor de los cien barrios porteños”, curiosamente, tenía una preferencia que pocas veces confesó: -Los vecinos de Villa Luro son para mí especiales, porque es mi barrio; yo nací aquí, en la esquina de Homero y Alberdi.
Tal vez por eso del ginecólogo frustrado, del cantor que recibió el Diploma al Mérito como uno de los mejores intérpretes de la historia del tango, ha quedado su nombre impreso en una plaza de ese barrio, en la intersección de la avenida Castro con las calles Escalada y Leopardi.
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Fascinante, como siempre.
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