LA AVENTURA DEL TANGO: El Persistente

ANTONIO PIPPO PEDRAGOSA. Periodista, editorialista. Dir. Gral de Cultura Tanguera. COLUMNISTA

He escrito repetidamente que durante el período que abarca entre aproximadamente 1955 y mediados de la década de 1960, el tango clásico sufrió para mantenerse, más allá de los sonoros, variados y revolucionarios aportes de Astor Piazzolla, y pareció acercarse al final.

¿Hechos? Salgán disuelve su orquesta; Troilo transforma la suya en un cuarteto apoyado por Roberto Grela; y sobreviven apenas D’Arienzo, Pugliese y De Angelis, junto a cantantes solistas con variopintos acompañamientos. Es el tiempo en que el colombiano Ricardo Mejía, entonces gerente de la sucursal de RCA en Buenos Aires, en un acto paranoico poco conocido, quema todos los archivos tangueros. Es el tiempo de la llegada de ritmos como los de Bill Halley y sus Cometas y Elvis Presley, para dar empuje en Uruguay y Argentina al “rock nacional”. Es el tiempo del Club del Clan con Johnny Tedesco, Lalo Fransen, Palito Ortega, Nicky Jones y otros –Lavié, Rivas, Fabián, Chico Novarro- que poco más tarde cambiarían de ruta. Y es el tiempo en que el tango, luchando por sobrevivir, hace una contorsión que obliga a músicos y letristas a crear obras con una clara tendencia “abolerada” para no perder definitivamente el tren: así surgen El último café, Perdóname, El trompo azul y Ventanal, entre tantos más.

¡Ah, las trampas de la memoria! Dejando a un lado a Piazzolla –su extensa peripecia, sus revoluciones y su éxito son harto conocidos, como también contradichos y rechazados, precisamente durante esa época de crisis- muchos han disuelto en el olvido a compositores que nadaron contra esa corriente y, con obras memorables, mantuvieron a flote la esencia del tango clásico.

Sólo rescataré un ilustre ejemplo: Julián Plaza, bandoneonista, pianista, compositor y arreglador nacido en 1928 en La Pampa, Argentina, y muerto en Buenos Aires en 2003. Vivió como un músico persistente en sus ideas, paseando su multifacética personalidad por las principales orquestas de la década de 1940 y convirtiéndose, según una expresión periodística, “en la punta de lanza de la llamada “generación del 55”. Trabajó con las orquestas de Osvaldo Ramos, Edgardo Donato, Antonio Rodio, Miguel Caló, Carlos Di Sarli, Osvaldo Pugliese y creó, con otros cinco compañeros que abandonaron la agrupación del autor de La Yumba, el Sexteto Tango, para concluir su ruta creativa y su propia vida al frente de un octeto. Como compositor, influenciado fuertemente por la música pampeana, hizo tangos y milongas que quedaron en la mejor historia: A lo moderno, Sensiblero, Danzarín, Melancólico, Disonante, Nostálgico, Buenos Aires-Tokyo, Cuanta angustia, Color tango, Dominguera, Payadora, Morena y Nocturna.

Es sólo una opinión, pero creo que el tango que mejor lo define es Danzarín.

-La melodía se me ocurrió mientras volvía caminando, a las tres de la mañana, después de actuar con Rodio en el cabaré Empire. Me quedó la imagen confusa de los bailarines, como buscando que la música los llevara a los tiempos anteriores, donde era fácil crear tanto un estilo general como estilos propios, pero siempre disfrutables para las parejas. Acá algunos buscaban “bailar al piso”, otros hacer cortes y quebradas y muchos andaban a los saltitos y hasta tropezando. Por eso terminé creando una pieza con una parte sentimental, apropiada al baile sensual y otras dos con distinto tratamiento rítmico, ora más juguetona, ora más tanguera. El tango maduró entre el invierno y la primavera de 1955. Y, bueno, fue un éxito en aquel tiempo complicado y hasta ahora…

Danzarín sigue siendo –lo comprobé el fin de semana, en un salón montevideano, aunque lo mismo ocurre en Buenos Aires- el tango preferido de los bailarines que quieren lucirse sin locuras coreográficas, con pasión y armonía corporal.

Dicen que la mejor versión es la de Troilo, que llamó a Plaza para que le arreglara el tema al estilo de la orquesta que había rearmado:

Pichuco tenía mucho criterio. Corregía poco, pero siempre con criterio. Me cambió el arranque poniendo ahí la segunda y tercera parte y cerrando con la melodía que yo había desarrollado al comienzo. Anduvo bien. En el estilo Pugliese las cosas eran más difíciles, porque lo que está escrito en las partituras no es lo que finalmente suena, aunque parezca raro. Hay que estar en la “cocina”, atento, para entender a don Osvaldo. Para mí, todo se hace distinto a las demás orquestas por el uso del rubato y cierta libertad que se da en los solos.


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