LA AVENTURA DEL TANGO: Buscándose

ANTONIO PIPPO PEDRAGOSA. Periodista, editorialista. Dir. Gral de Cultura Tanguera. COLUMNISTA

Hermann Hesse escribió esto:

Cegado por la cruda luz del estío, vi emerger del fondo de este verde y frondoso rincón un objeto oscuro y menudo, silencioso como una sombra viviente. No era un ave, sino una mariposa (…) Aleteó y tembló ante mis ojos, alejóse y volvió hasta mí, me olfateó, revoloteó en torno y al cabo se posó en mi mano izquierda… Despaciosamente, con el ritmo de un aliento sosegado, la hermosa mariposa abrió sus alas de terciopelo, asida firmemente al dorso de mi mano con sus patitas finas como cabellos, y al cabo de unos instantes alzó el tembloroso vuelo, sin que yo me percatase de su desasimiento, y desapareció en la inmensa y abrasadora claridad.

Hoy, dispuesto a referirme a otro escritor y sin tener claro al principio porqué busqué ese breve y sublime texto de “Páginas de un diario”, pensando frente al teclado advertí que allí anidaba una sutil metáfora de la vida de alguien que tras largos años ha querido buscarse, entender quién y no qué es, y cerrará su vida sin lograrlo.

Metáfora que, a mi pobre juicio, describe la vida y la obra de Horacio Ferrer, el gran escritor y poeta nacido en Montevideo en junio de 1933 y fallecido en Buenos Aires en diciembre de 2014.

Su madre le enseñó a recitar poemas -acto de arte que aprendió de Alfonsina Storni-, sin saber que su hijo sería un revolucionario en el proceso del recitado poético aplicado a la canción popular, una de las grandes innovaciones en la cultura rioplatense.

Horacio hizo estudios de arquitectura, pero no llegó a recibirse; obtuvo un empleo en la Universidad de la República y completó su seguridad económica como periodista de “El Día”.

Se enamoró del tango e hizo filas entre los más audaces innovadores apelando a programas radiales y a la fundación del “Club de la Guardia Nueva”, convocando a recitales de los músicos que creía representaban sus ideas: Troilo, Salgán y, en particular, Astor Piazzolla en la época de dirección del Octeto. Creó y dirigió la revista “Tangueando” y a fines de la década de 1950 publicó su primer libro: “El tango, su historia y evolución”. A partir de ahí y hasta poco antes de morir editó más de veinte volúmenes y estrenó su primer obra discográfica -en colaboración con Hugo Mazza-: “El tango del alba”, inspirada en la vida de Angel Villoldo.

En 1967 decidió publicar su primer libro de poemas de tango, que presentó en público recitando los versos con el acompañamiento del guitarrista Agustín Carlevaro: “Romancero canyengue”.

Ese fue el momento. Lo que disparó todo un tema de honestidad intelectual. De búsqueda de mí mismo. Yo empecé imitando a Verlaine, a Darío, una parafernalia. Pero no encontraba lo que me representara.

Horacio se fue a Buenos Aires y siguió produciendo textos y poemas que despertaron admiración casi inmediata. Sus versos han sido, desde entonces, innovadores y llamativos. Se destacó por inventar palabras y giros inusuales, creando una obra fantasiosa, onírica y hasta surrealista. Lo había llamado Piazzolla: –Si no venís a trabajar conmigo sos un imbécil.

De ahí en más, el vendaval Ferrer: la operita “María de Buenos”, éxito mundial, “La última grela”, “Fuga y misterio”, “Chiquilín de Bachín” -un valsecito que Astor había olvidado-, breves colaboraciones con el grupo roquero “Almendras” y una gira internacional con la ya famosa operita.

Hasta que llega “Balada para un loco ”, donde Piazzolla y Ferrer lo van componiendo, no sin tropiezos, en largas noches de meditación, propuestas y ensayos. Y otra vez el éxito popular.

En esta obra, la variedad de relaciones que puede lograrse entre parlamentos y áreas cantadas, fue una veta que el tango anterior no había sabido explotar. Los versos no son para leer, son para oír como la música, son música que habla.

“Balada para un loco”, grabada por Amelita Baltar y luego por Roberto Goyeneche, se convirtió en una de las obras de música ciudadana más populares de la historia. Y abrió camino a otros impactos: “La bicicleta blanca”, “Lulú”, “El rey del tango en el reino de los sueños”, “Oratorio Carlos Gardel”, “Juanito Laguna ayuda a su madre”, “Loquita mía”, “Existir” y tantas otras.

Obtuvo todos los premios imaginables, presidió la Academia Nacional del Tango y su vida bulló entre amigos de ruta, conocidos al pasar, horas de meditación y una exhibición continua siempre con una sonrisa en el rostro.   

¿Entonces?, se preguntará usted, lector. Tamaña trayectoria que fabricó inmenso reconocimiento a ese hombre que acostumbraba a mostrarse siempre de traje cruzado, preferentemente claro, y al cuello un gran moñín o, a veces, camisa abierta y una colorida, floja bufanda al cuello… ¡cómo no se encontró a sí mismo!

Mire: lea sus versos con detenimiento, sienta sus emociones, habite sus costumbres, trate de peercibir el peso que llevaba encima y está en su poesía, eso que le condujo a caminar todos los días por la misma calle, Callao, casarse ya mayorcito con la pintora Lulú Michelli –la mujer de la que soy el hombre– e ir a vivir a un hotel…

Y dejar con “Balada para mi muerte” un legado poético y esencial que es, si se hurga en su esencia, un legado melancólico, como si aun necesitase algo, parecido al de Hesse:

Moriré en Buenos Aires, será de madrugada,/guardaré mensamente las cosas de vivir,/ mi pequeña poesía de adioses y de balas,/ mi tabaco, mi tango, mi puñado de esplín./ Me pondré por los hombros, de abrigo, toda el alba,/ mi penúltimo whisky quedará sin beber./ Llegará tangamente mi muerte enamorada./ Yo estaré muerto, en punto, cuando sean las seis. (…) Moriré en Buenos Aires, será de madrugada,/ que es la hora en que mueren los que saben morir./ Flotará en mi silencio la mufa perfumada/ de aquel que yo nunca te supe decir…


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