por Antonio Pippo
Amigo lector, créame que me conmueve comunicarle mi convicción de que, otra vez, ha nacido una esperanza para la vida futura inmediata.
¡Sí! Como en tantas circunstancias desesperadas, penosas, vergonzantes incluso, volvió a pasar y tenemos algo de qué aferrarnos para no caer en la depresión moral, oscura y definitiva.
Un grupo de prestigiosos científicos está realizando un experimento con pulpos para comprender mejor el comportamiento humano. No, no es un chiste; jamás me permitiría bromear con semejante empeño de la ciencia. Claro, usted, sorprendido, me preguntará con rostro adusto qué carajo tienen que ver con nosotros, aun aceptando las teorías más audaces al interpretar la evolución de las especies de Darwin, los moluscos cefalópodos dibranquiales, octópodos, que viven en el fondo del mar.
¿Quiere mi sinceridad? No lo sé. Y a mí también me sorprendió el anuncio. Sólo que, según ya le dije, yo creo en los científicos serios. Y estos parece que lo son. O cuanto menos, no le tienen miedo al qué dirán.
Hubo un primer paso gigantesco: inyectaron a varios de los pulpos la droga conocida por “éxtasis” y los cefalópodos éstos se volvieron más sociales y buscaron a otros de su especie con la aparente intención -¿se puede hablar de instinto acá, si estaban “volando” como el adicto menos recuperable?- de coexistir pacíficamente, digamos que “mejorando su nivel de relación”, siendo que, en su vida habitual, suelen matarse entre ellos sólo por comida.
Bien. Adivino su inmediata consulta: ¿Qué mierda hacemos con pulpos drogados, si se quiere amorosos, y cómo con todo esto y lo que se haga en el futuro llegaremos a entender mejor la conducta humana, especialmente las pelotudeces, a fin de mejorar nuestros actos?
No tengo la más pálida idea. Por eso mi apelación, que tal vez le suene aventurada, al nacimiento de una esperanza.
Ah, y también adivino lo que piensa tirarme por la cabeza a continuación. ¿De cuáles actos humanos estoy hablando? Aun en el caso –todavía lo advierto dubitativo, lector- de que científicos y pulpos conduzcan a un gran descubrimiento que influya y pueda cambiar nuestro comportamiento, ¿me refiero a la agresividad, a la incapacidad dañosa de los políticos, a la intolerancia, a la degradación social, a los ataques que alegremente hacemos al ambiente o a los problemas de la enseñanza?
Nada de eso.
Pienso en la majestuosa, sublime tontería del aparentemente costoso proyecto de un homenaje al Palacio Legislativo, con festival incluido, que mantiene en alto la vicepresidente Cosse, señora amenazada de alejarse de la simpatía a cada paso que da por la vida.
Porque como viene la cosa, tengo claro para mí que si no nos salva algo que emerja de los pulpos, somos boleta…
Amigo, usted sabe –intuyo- que los pulpos, en su estado natural, sin ser manipulados, escupen una tinta peligrosa, contra la que hay escasa defensa. Algo así como una idea estúpida que puede ocurrírsele a un humano privilegiado con un cargo al que llegó por el impulso comicial de otras especies, las focas aplaudidoras, y desde el cual puede hacer los más monumentales desastres.
¿Y si la ciencia logra inhibir esa tinta, haciendo más afectuosos, menos amenazantes y, a su nivel, obvio, más “inteligentes” a los moluscos octópodos estos, no podrá salir de ese experimento algo que cambie algún circuito neuronal del ciclista sin pelos y le haga darse cuenta de la tontería catedralicia que se propone perpetrar en contra de los dineros públicos, de los ciudadanos normales y del sentido común?
¿Duda, usted?
¡Me importa una mísera ameba!
¡Ha nacido una esperanza!
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