
Una mañana neoyorquina, en el hall de un lujoso hotel, se oyó su rudo vozarrón de granos de arena: -¡Díganle a ese viejo maniático que si quiere tango a las diez de la mañana, que lo baile él! Si me quiere ver, que vaya al teatro…
Al hombre obeso, engominado y mal encarado que gritaba le habían hablado de aquel “viejo maniático” y su pedido especial. Sin embargo, no lo reconoció.
Era Henry Kissinger.
Pero aun después, ya enterado, poco le importó a quien bailaba en Tango Argentino, en Broadway, como figura principal con su esposa Elvira, junto a Juan Carlos Copes y María Nieves: Jorge Martín Orcaizaguirre, nacido en Haedo, provincia de Buenos Aires, el 10 de octubre de 1926, conocido por su nombre artístico desde la adolescencia, Virulazo, entonces con 58 años, 120 quilos de peso, cinco hijos y seis nietos.
Si Virulazo no figura entre los personajes más excéntricos de la historia del tango, pega en el travesaño.
Fue un tipo extravagante, de fuerte carácter pero honesto hasta lo doloroso; en él se quedaron, hasta su muerte, el barrio, los prostíbulos, la milonga, la vida dura y el éxito, un triunfo final que cargó en el cascarón de sus modos arbitrarios y hasta de cierta ignorancia y que, tal vez, llegó para acariciarlo demasiado tarde.
-Mis padres se separaron enseguida. Me criaron mis abuelos y desde chico, como había que parar la olla, hice de todo, menos ser alcahuete, rastrero y trepador. Vendí ropa, lustré zapatos en las puertas de los quilombos, conseguí pelo en Entre Ríos y se lo vendí a fábricas de pelucas en Buenos Aires y después fui peón de matadero y terminé como capataz y comprador de haciendas.
A inicios de la década de 1940 Virulazo aprendió a bailar tango porque se bailaba tango en todas partes. De esa época le quedó el apodo porque jugaba a las bochas y un gallego amigo le repetía, confundiendo el vocablo habitual “bochazo”: -¡Tirale el “virulazo”, tirale el “virulazo!”.
Por esos días Celedonio Flores lo vio en un boliche de La Matanza y le dijo: -Pibe, pará de bailar gratis. Hacelo por guita.
Con semejante padrino se le abrieron muchas puertas y en 1952, bailando con Aída, su primera esposa, ganó un concurso auspiciado por Splendid. Su estilo “milonguero”, al piso, enloquecía a la gente. Cinco años después, sin haber alcanzado notoriedad, se divorció y volvió a casarse con quien había sido su novia de la adolescencia, Elvira Santamarina: -Un día venía a caballo del matadero y veo pasar un bondi. ¡Iba Elvira! Empecé a gritar, pero no me daba bola. Cabalgué duro y seguí gritando. Al final, el chofer paró, ella bajó y, bueno, no nos separamos más, ni en el baile, ni en la vida. No sé qué hubiera hecho sin ella.
Siguió por La Tablada, Nueva Chicago y algunos cabarés del centro, hasta que en 1983, bailando a su manera, limpiándose las uñas con una faca, detestando a Piazzolla, descalificando a Tito Lusiardo como “un adefesio”, a Valentino como “un caradura”, a Travolta como “un mariconazo” y defendiendo el baile de Fred Astaire y Gene Kelly, le surgió la gran apuesta de Tango Argentino, con el que viajó por el mundo, hizo buen dinero para el futuro pasar de su descendencia aunque, claro, sin cambiar:
-¿Japón? ¡No! Iba por la calle y me rodeaban cantidad de “ponjas” y yo no entendía un carajo. Morfan el pescado crudo. Un día pedí un bife de chorizo y me lo trajeron con miel. Dejá. Lo mejor de Japón fue el viaje de vuelta. ¿Venecia? El cementerio de La Chacarita inundado, con perdón de La Chacarita. Bella es La Pampa, no una góndola que pasa con un tano arriba en medio de una “baranda” peor que la del Riachuelo.
Virulazo murió el 2 de agosto de 1990, víctima de un cáncer de pulmón a causa de tres paquetes de cigarrillos por día durante cincuenta años. Poco antes, en un reportaje, confesó:
-Yo soy profesional solamente porque me pagan. En el fondo sigo siendo amateur, no me ajusto a coreografías. Eso lo hacen los bailarines y yo soy milonguero. Por eso me llaman de todos lados. Pero ahora estoy hecho, la familia está protegida. Y mirá vos: terminé amigo de Robert Duvall, al que le enseñé a bailar como yo y cuando viene por acá recala en casa para comer mollejas asadas, de Nureyev, que desde la platea, en Broadway, me gritaba, con acento raro, “¡bien, gomina!”, y de Anthony Quinn, otro buen bailarín. ¿Qué más puedo pedir, después de la infancia que tuve?
Hizo una pausa y añadió:
-Ah, sí… tengo un sueño. Morirme mientras bailo un tango con Elvira.