
-Mientras la catriela esparaba al otario, su chomita metía los garfios de sotana y afanaba una música a la gurda.
En una traducción libre, con un dejo de intrínseca ironía y que pertenece a José Gobello, se podría decir: -Mientras la muchacha distraía a la víctima, su querido le introducía la mano en el bolsillo del saco y así le extraía una abultada billetera.

El lunfardo carece –y uso el presente porque sobrevive- de sintaxis y se construye sobre vocablos sueltos o, a veces, secuencias de varios muy breves; fue la primera forma poética del tango y tuvo, como éste, un origen híbrido, oscuro, aunque ya no se discuta la paternidad de la inmigración europea del siglo XIX, básicamente la italiana.
Con ajuste a hechos probados, hay que recordar que antes apareció en el Río de la Plata el llamado “cocoliche”, mezcolanza cuasi impenetrable entre el castellano y el genovés de carácter vulgar. Duró poco, lo usaron los primeros inmigrantes y derivó rápidamente al lunfardo típico, que halló su mayor impulso en la segunda generación, los hijos de aquellos pioneros de la búsqueda de la felicidad al Sur. No obstante, Gobello, el mayor investigador de esta cuestión, asegura que hubo una difusa etapa intermedia, “el lunfardismo”, cuya muestra paradigmática es, curiosamente, una novela, “El matadero”, obra sustancial del escritor Esteban Echeverría, publicada a inicios de la década de 1840. Otro campo fértil para la introducción del lunfardo, antes que en el tango, fueron los folletines populares, generalmente breves y morbosos, como los que editó Eduardo Gutiérrez.
Según Gobello, se debe distinguir, en el aporte del italiano y los dialectos peninsulares al lunfardo, tres etapas: 1) incorporación de voces peninsulares en el habla de los hijos de inmigrantes y de algunos nativos que compartían diversiones con ellos; 2) empleo literario de esas voces, casi siempre con intención caricaturesca, por los escritores populares (folletineros, saineteros, tangueros); 3) inserción en el habla general a través de esos escritores: “Esto último fue agudamente observado por Jorge Luis Borges quien, en su ‘Evaristo Carriego’, anotó que el arrabal llegaba al centro a proveerse de ‘arrabalerías’. Vale decir que la vida nocturna, con sus teatros, con sus cafés, constituía una verdadera escuela de lenguaje arrabalero”.
No se pueden ignorar, ciertamente, otros aportes que sumaron al italiano para dar forma definitiva al nuevo lenguaje: el argot francés, palabras de la germanía, afronegrismos y el caló de los gitanos.
La palabra “lunfardo” proviene de un dialecto lombardo; su primera acepción fue la de “ladrón”, razón por la cual muchos desparramaron la errónea idea de que se trataba de un modo de comunicación carcelario, o sea entre presos, como algo cifrado. Empero, hay suficiente estudio y documentación como para descartar esa teoría pues antes se habló en los propios hogares de los inmigrantes y en sitios –de comida o de diversión- donde éstos solían reunirse. Al error contribuyó, entre otros elementos, el hecho de que, parafraseando a Marcelo Olivieri, joven historiador de relevancia, “quienes primero se ocuparon seriamente del lunfardo fueron personas vinculadas a la represión de la delincuencia, como Benigno Baldomero Lugones, Luis María Drago y Antonio Dellepiane”. Lugones fue quien redactó el primer diccionario de lunfardo, entre los años 1878 y 1879; hubo en él términos que perduraron y otros que fueron sustituidos con cierta rapidez: atorrar (dormir), bacán (hombre que mantiene a una mujer), cabalete (bolsillo), dar golpe (robar), escrucho (robo en que el ladrón entra a una casa o edificio para cometer el delito), ferro (peso), gurda, a la (de importancia, rico), juiciosa (la Penitenciaría), lengo (pañuelo), marroca (cadena), otario (zonzo, idiota), punga (robo en el que el ladrón saca los objetos del bolsillo de la víctima), refilar (robar por medio de la punga), toco (porción del producto de un robo que le corresponde a cada uno de los cómplices), vaivén (cuchillo) y zarzo (anillo).
Adelantando algo de lo que aún queda por describir del lunfardo y su vínculo con el tango, vale recordar un sólido consenso: “El ciruja” (1926) –música de Ernesto de la Cruz y letra de Alfredo Marino- es el tema, de los creados hasta hoy, que reúne más palabras lunfardas:
“Era un mosaico diquero/ que yugaba de quemera,/ hija de una curandera,/ mechera de profesión;/ pero vivía engrupida/ por un falso vidalita/ y leu pasaba la guita/ que le shacaba al matón”.