Por Antonio Pippo
Hoy ocuparé este espacio esperando preocupar –en sentido constructivo- a los lectores que me entienden. Porque quienes no lo hacen tiempo llevan ya dejándome de lado, con el ceño fruncido y puteando entre dientes.
Haré, casi, una declaración de principios
Seguiré en la misma. Soy ocupante honorable de este espacio, diga lo que diga el excéntrico verbalista Salle.
Aunque lo vengo corriendo de costado, transitoriamente, suelo escribir apelando al “sentido del humor”. Esto es una convención social, tan abstracta como simbólica, en tanto las palabras, aisladas o formando una breve frase que busca explicar algo, son precisamente eso, símbolos. Simplificando bastante, diría que, al menos figuradamente, podría ser una manera graciosa o irónica de argumentar los hechos o las cosas, y hasta de describirlos.
El primer problema le cae al lector cuando se aferra a la literalidad de lo escrito: o sea “conforme a la letra del texto o al sentido exacto y propio y no lato o figurado de las palabras empleadas en él”. (Esto lo sentenció la Real Academia Española, así que si el lector, en una de ésas, quiere expresar su desacuerdo, sabe adónde dirigirse).
Y ahí está la pelotita.
Al leer –esto es en general, pero ahora estamos con el humor, o humorismo- hay que hacer un esfuerzo por abarcar el contexto y liberarse de prejuicios. Claro, aunque se haga, puede que igual no guste lo que se lee; la cuestión es hacer la tarea usando ese esfuerzo. Y aguantar lo que nos caiga encima.
Amenazarán enemigos varios: incomprensión lectora, los famosos prejuicios que ya mencioné y, en casos graves, cierta capacidad intelectual diferente que usted, mi amigo, pueda padecer. Qué sé yo.
El estilo es el estilo. Tengo el mío y no lo cambiaré. Está basado en ideas, la base del pensamiento y primero y más obvio de los actos del entendimiento; y luego, en el ejercicio de pensar críticamente en libertad, basado en la ética del postulado sobre la idea de dogma (en criollo básico, una especie de arraigado agnosticismo trasladado a la verbalización, a las palabras, a los símbolos).
Después está el hecho, que en etapas de mi trayectoria ha sido frecuente, del uso de las llamadas “malas palabras”.
No lo abandonaré. Lo usaré, como un simbolismo más, cuando se me cante en el forro de las entretelas.
Mi defensa está representada por dichos del inolvidable Negro Fontanarrosa: -¿Por qué son malas algunas palabras? ¿Les pegan a otras palabras? ¿Las asaltan, las violan, qué les hacen? ¿Son sonoramente insoportables? ¿No riman en las payadas?
Nadie podría responder. En todo caso, como lo demás, es un asunto de entender si están ubicadas en un contexto que las justifica o no, y también de ciertos pudores excesivos de mucha gente frente a una supuesta vulgaridad. Mierda, culo, pedo, pelotudo y otras son acusadas –o más bien yo soy el acusado de usarlas- por tribunales morales y estéticos. Si son estéticos es cosa de gustos, y yo los respeto. Los morales pueden regresar al vientre de la santa progenitora que los parió.
Querido lector… A usted, uno de los tres o cuatro que me siguen, le digo: ¿entendió cómo es la cosa?
¿Sí? Fenómeno. ¿No? Bueno, la culpa no es mía sino de un librero e intelectual amigo que me insistió en que escribiera sobre esto. En fin… yo creo que fue sobre esto que me pidió que escribiera. ¡Mirá si le entendí mal!
Qué cagada. Porque todo el palabrerío hasta aquí, que fue para ver si se entendía mejor eso de las palabras, los símbolos, el contexto y –este un añadido mío- el uso del sentido del humor para hablar de la política nacional, habría sido al reverendísimo cohete.
Y ahí sí… ¿cómo lo banco al rezongón Salle, cuando yo aspiraba a que los aplaudidores de la Catadora Moreira, de la paseandera Beatriz, del Cuzquito, de Barcarola Zubía, del Oso Barbudo, del Cejas Viejito y del Pescador Independiente, entre otros, se quedaran más tranquilos?
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