Por Antonio Pippo
El nuevo gobierno, con ímpetu envidiable, introdujo entre sus preocupaciones iniciales la situación de la cantidad de personas que pasan la noche durmiendo en la calle, que, por otra parte, sigue en aumento en un proceso cuyos inicios inciertos se remontan a décadas atrás.
Es muy variada esa gente: ancianos abandonados, jóvenes dominados por la droga, simples rateros de calle y algunos que, aunque suene a ironía no lo es, han hallado en esa situación de marginalidad, parte de su forma de vida.
Obviamente, la inquietud de la política, a través de los años, ha sido la respuesta: convencer a esta gente de salir de sus rincones a la intemperie, hablarles de ir a refugios donde se aseguren cama, comida y baño y, como cierre de círculo salvador, quedarse en esa supuesta comodidad para recibir distintas atenciones que necesitan. Es curioso, pero desde largo tiempo a esta parte los refugios han estado, hay personal en ellos, incluyendo en instalaciones militares, para ayudarlos a cambiar su terrible rutina diaria, educarse, modificar sus hábitos y hallar un camino hacia el trabajo estable y digno.
Ahora vienen nuevos planes, pero no se advierten argumentos que expliquen el fracaso de todas esas estrategias. Cada vez hay más nocheros de calle de lo que poco se sabe qué hacen durante el día: cuidar coches -por ahora lo más noble de lo que se sabe-, manotear billeteras y celulares, bolsos de ancianas desprevenidas y desaguisados por el estilo.
Pensando en quienes deben resolver esta penosa y peligrosa situación hasta para los marginados, o sea los políticos, es notorio que no dan en la tecla.
¿Qué es lo que falta?
El lector sabe que me gustan las metáforas. Claro, querría imaginarlas como lo hacía Homero Expósito, pero lo que hay en mi cerebrito no alcanza. Entonces, las mías no tienen ese vuelo, quizás resulten algo intrincadas, pero las uso para incitar al pensamiento ajeno con un poco más de profundidad.
Yo conozco bastante a Pepín. Es un hombre de la calle. Durante años estuvo frente al edificio en el que vivo, cuidando los estacionamientos sin tener permiso, a prepotencia pura. Pero pronto descubrí dos cosas: primero, que venía de una familia disfuncional, tierra, latas, golpes y salió de ese primer infierno, paradójicamente, creyendo que, temprano, formando su propio grupo -mujer, hijos, incluso ahora un nieto-, saldría al otro mundo, al común, también imperfecto pero con mínimas comodidades. Le fue mal; no duró mucho y hoy, pasaditos los cincuenta, está solo, en la calle y, a distancia, más cerca, más lejos, mantiene una cuasi imposible relación con su prole. El paso de los años no lo ayudaron: mientras se dedicó a cuidar autos, a lo que agregó la venta de chucherías en un tablón contra la pared de un estacionamiento formal, al aire libre -otra paradoja- no fueron sus días y noches demasiado terribles. Hasta que lo venció el apuro, se metió en el narcomenudeo y el alcohol y comenzó a molestar a los vecinos.
Dije que lo conocí: hoy, falta aún parte de la historia, puedo decir que es un ser ventajero, puede haber caído en algo que lo llevó a la cárcel un breve tiempo, pero no tiene, intrínsecamente, maldad. Al revés, tal vez escondida para sus actos públicos, es solidario y no han muerto todos sus buenos sentimientos. Conmigo fue construyendo una relación de respeto mutuo, me salvó un par de veces, con un hierro en la mano, apareciendo de pronto, como Batman, de rateros que me venían soplando la nuca; me acompañó algunas noches a caminar buscando un taxi, siempre con el hierro a mano. ¡Por supuesto, lector, no soy idiota, tengo mi propia historia de calles y noches! Sabía que mi gesto de despedida, cada vez, serían algunos pesos por la gauchada. No tiene pinta de San Agustín y seguro no lo es.
Pero el pasado, pesa. La relación con la droga creció, por la noche era escandaloso, llegó a armar una suerte de tienda de campaña en la vereda con unos palos y una lona grande, donde tenía un colchón y sus bártulos, y agrandó la “estantería” para lo que pudiera vender sin certificado de origen. Conclusión: varios vecinos, entre ellos una señora mayor de mi edificio que parece salida del Parque Jurásico, hicieron la denuncia judicial; el fiscal lo mantuvo en la comisaría veinte días y le prohibió circular durante seis meses por la cuadra. Perdió la parada, durmió muchas veces en la calle mientras vivía como podía, gracias, sobre todo a dinero o comida que otros vecinos, que lo veían a mi manera, le acercaban.
Algo está haciendo, aunque no sé qué. El otro día se me acercó -lo hace a hurtadillas- y me contó que lo habían aceptado en un refugio de las afueras para un tratamiento contra la adicción por nueve meses: debía trabajar en una granja y le aseguraban cama, comidas, baño y asistencia social.
Al mes me lo topé en la esquina. Me dijo que le habían dado “un día de permiso para una gestión judicial”, y qué sé yo. Le hablé, llegó a llorar -ninguno de estos llora como actor, si le salen lágrimas es sincero- y me dijo: “mañana vuelvo”. Por supuesto no lo hizo: había conseguido otra parada, unas viejitas amigas le habían regalado ropa y cosas que podía vender y le daban la comida del mediodía.
-¿Y qué pasó con el tratamiento, hermano?
-Noooo… No sabés lo que son esos refugios. Sólo los militares tienen orden. Pero no es todo el año y hoy no hay lugar. En los otros hay gente que se te acerca, te habla de lo que vos ya conocés, en un ambiente agresivo. ¿Son unos inocentes! Y no sabés la gente que hay; al lado, yo soy el príncipe de Inglaterra. Además, el encierro… A veces, para no discutir ni armar lío, me sentaba cerca de un ventanal a mirar afuera. ¡Ja! La gente pasando, los autos, el aire que no me llegaba… la libertad… no había nada ahí adentro que compensara eso…
-¿Y ahora, de noche?
-Mirá… abrí las posibilidades: algún día duermo en casa de mi hermano, otro en la de mi hija, aunque esa anda en cada cosa… ¡Y descubrí que la noche, justo ahora en este invierno, la puedo pasar en un refugio, pero me pianto apenas amanece…! El otro día un patrullero que pasó y me vio de noche sentado en un zaguán, me dijo: “¿Querés ir a un refugio, negro?” ¡Y clavado que fui! Estoy hecho, son mis condiciones, duermo cómodo aunque con un ojo abierto por si la moscas…, como rebien, ¡mirá como engordé!… Y después a laburar en lo mío y a verte a vos y a las viejitas…
Y se rio a carcajadas, me dio un beso, agarró la platita y salió corriendo: -Chau, amigazo… Te veo… Gracias por ser como sos…
Lo veo cada tres o cuatro días. No soy un profesional pero algo conozco: parece haber dejado o bajado la dosis de “calentadores de motor”. No sé. Ojalá.
Ahora… ¿Qué está faltando para cambiar esta realidad?
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