Por Antonio Pippo
La idea llegó a mi mente de pronto, como una explosión. Y sí, no creo que, por ahora, surja otra mejor para insistir acerca de un problema que es epidemia nacional.
El nivel intelectual de la política. Más simple aún: el nivel del lenguaje utilizado por la política, que ha descendido hasta la degradación.
Ya he reflexionado sobre cómo hablan, como se expresan los políticos. Agreden de tal manera al idioma madre que desnudan sin remedio su real incapacidad de comunicación. Es ya un hábito que puede convertirse en perverso. Siempre hubo cinismo, hipocresía y corrupción en la política. Pero también hubo muchos políticos que honraron a sus ciudadanos expresándose con cuidado y responsabilidad. ¿Nos hemos olvidado de aquellos que décadas atrás respetaban a la ciudadanía desde la calidad admirable de su oratoria?
¿Acaso creo que sólo hablando bellamente, motivando y respetando así a los demás, se resolverán todos los problemas? Claro que no. Pero ayudaría extraordinariamente a la confianza, a la convivencia sana, a la creatividad reflexiva de los demás. Y se acabarían las bofetadas a la cultura.
Sólo recordaré dos ejemplos de lo que este país tuvo, en distintas épocas, para advertir la diferencia.
El doctor Juan Carlos Gómez nació en Montevideo en 1820, “época de las montoneras y las independencias”. Fue un producto genuino de la democracia americana. Fue perseguido, enfrentó desventuras y debió arrastrar a tierras extrañas sus tristezas y sueños. Pero al fin fue periodista de fuste, tribuno, diputado y ministro. Hablaba y escribía con una suerte de romanticismo hondo y subjetivo. Murió en Buenos Aires en 1884.
Gran orador, escribió también poesía.
-¿Te asusta mi existencia, el mar en que navego,/ la tempestad continua que asaltó mi bajel,/ y por mi vida elevas desconsolado ruego,/ perdida la esperanza de que me salve en él?/ No temas, tierra amiga; dentro del pecho siento/ el corazón más fuerte, más alto que ese mar;/ aunque la barca es frágil, la vela ciño al viento/ y en el timón batido firme la mano va./ Si el huracán arrecia y aligerar el leño/ se fuerza a cada instante para poder bogar,/ iré arrojando al piélago, ya una ambición, ya un sueño,/ una afección querida, una esperanza más./ Y he de llegar al puerto, he de pisar la orilla,/ al templo de la patria he de llevar honor./ ¿Qué importa que en la playa deje la rota quilla,/ si pongo en sus altares la vela y el timón?
(¿Te asusta mi existencia)
El doctor Emilio Frugoni, más cercano a las últimas generaciones recientes, fue una figura pública de enorme valor. Parlamentario de primer nivel, periodista y hombre honrado por todos, siempre preocupado por las causas sociales, fue un excelso orador, sabio en el manejo de las palabras, ilustrado e irónico a veces. Sus discursos han merecido libros de elogio de calificados entendidos.
También escribió, desordenadamente quizás y en varias publicaciones que ya no viven, cientos de poemas cuya sensibilidad parecía contrastar con su augusta, señorial figura.
–Cuándo el postrero desencanto llegue/ a extinguir en este afán las vibraciones,/ y al astro inspirador de mis canciones/ de una forma infinita oculte el pliegue;/ cuando la noche victoriosa anegue/ el alma, como un mar, y sus crespones,/ ahuyentando alegrías e ilusiones,/ como banderas del dolor despliegue, me alejaré por siempre de tu lado,/ y mientras por la sombra esclavizado, prosigo de otro amor la ruta incierta…/ abandonada quedará mi lira/ como un ave infeliz que por ti expira,/ sollozando un adiós junto a la puerta.
(Soneto)
Lector… ¿que le parece pedirle un versito a los políticos que usted conozca, a ver hasta dónde llega su conmoción…?
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