La aventura del tango: Antes fue el Teatro

ANTONIO PIPPO PEDRAGOSA. Periodista, Escritor, Director Gral. de Cultura Tanguera. COLUMNISTA

Enrique Santos Discépolo, cuya poesía dramática retrató la desesperanza y el escepticismo social de su época, tuvo un paso vocacional anterior al tango: primero fue el teatro, el del grotesco, la disciplina artística que vivió como una pasión. Es algo que pocos recuerdan, aunque muchos admitan la influencia que, desde la adolescencia, tuvo sobre él su hermano mayor Armando, dramaturgo, a cuyo cuidado quedó tras la temprana muerte de sus padres.

Sin embargo, hubo más influencias. Hurgando aquí y allá ha sido posible hallar datos de otra relación fermental para el autor de “Cambalache”, que incidió antes en su declaración de amor al teatro.

Recuerda Sergio Pujol, historiador, que “en el invierno de 1923, el joven Roberto Tálice llegó a Buenos Aires para quedarse (…) Montevideo no se había contagiado del ritmo vertiginoso impuesto por los años 20 a las grandes ciudades del mundo (…) Y ésa era la diferencia que buscaba: sensaciones fuertes, un cambio de vida de ciento ochenta grados, aferrado a las promesas de vitalidad del periodismo y dispuesto a probar suerte en el territorio de la dramaturgia”.

Discepolín, muy acotado en sus aspiraciones por la autoridad natural de Armando, apenas había escrito “Páselo, cabo”, obra de escaso éxito –logrando que se le incluyera en algunos repartos como actor secundario-, y encontró, en la amistad de Tálice, surgida casualmente, el impulso para, sin renegar de su hermano, hallar un camino propio. El Discépolo de veintidós juveniles años, se convirtió, al decir de Pujol, en el cicerone de Tálice y juntos frecuentaron teatros y cafés donde se reunían los autores y los elencos, y el periodista recién llegado no tardó en darse cuenta de que el interés vital de su amigo no era entonces, ni remotamente, el tango, aunque sí la música en general, y lo impulsó hacia aquel teatro que, por otra parte, solía incorporar cuadros musicales.

Al estímulo permanente, intenso de Tálice se sumó un cambio operado en las obras de Armando: primero con “Mateo”, en 1923, quizás su trabajo mejor logrado, y luego con  “Giacomo” y “Babilonia”, construyó un desvío creativo en la línea teatral vigente, saliendo del sainete tradicional e introduciéndose en un estilo que, injustamente, todos comenzaron a llamar “grotesco” y que, casualidad o causalidad, dio más sitio a los cuadros musicales, ya fueran cantados o bailados. Es cuando Enrique descubre “El Tropezón”, un mítico centro de reunión de la nutrida farándula porteña: fue el primer escenario donde quien luego escribiría “Tormenta”, “Yira, yira” y “Cafetín de Buenos Aires” reveló, en extensas trasnochadas, una exuberante locuacidad y una filosofía efusiva que pretendió trasladar a obras que su afiebrada imaginación amontonaba en desprolijos apuntes. Por esos días, Armando y su entrañable hermano menor coincidieron no sólo en el amor por el teatro sino en la admiración por Pirandello, autor de “Seis personajes en busca de autor”, y la corriente italiana.

En mayo de 1924 Discepolín escribió “Mascaritas”, que él mismo calificó de “escena en un acto”; fue un fracaso y ni siquiera llegó a representarse luego de un estreno privado que la incineró. Perseveró, sin embargo, e hizo, entre otras, “Día feriado”, “El hombre solo”, “Caramelos surtidos”, “Blum” y “El organito”, obra que reveló, cuanto menos, el voraz ritmo verbal del autor y su facilidad de creación de diálogos filosos, precisos, impactantes. Y aunque hoy parezca mentira, la crítica la celebró como uno de los puntos más altos del grotesco rioplatense.

Pero, claro, la vida da volteretas, y hubo una más en la vida del narigón eléctrico y genial. Poco antes del estreno de “El organito”, Enrique descubrió el mundo del tango: la revelación surgió de un divertimento rasgueado de guitarra justo en “El Tropezón”. Fue un golpe implacable al corazón de aquel muchacho esmirriado, aún inseguro, un casi agónico buscador de los otros. Y fue cuando, por imperio de circunstancias ajenas a su voluntad, debió acompañar a Armando a una gira por ciudades de Uruguay donde se representaría “Mateo”.

Estando en San José de Mayo, José Vázquez, actor de la compañía de su hermano, en un cuarto de pensión, le enseñó algunos rudimentos musicales. Poca cosa. Pero suficientes para que Discepolín se lanzara al nuevo amor: ahí escribió la música de su primer tango, “Bizcochito”, al que luego puso letra José Antonio Saldías y del que abjuró tras oír la primera grabación de Carlos Marambio Catán en 1926.

Pero el nuevo y gran camino ya se había abierto.


Descubre más desde LA AGENCIA MUNDIAL DE PRENSA

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.

Un comentario en “La aventura del tango: Antes fue el Teatro

"¡Tu opinión es importante para nosotros! ¡No dudes en comentar!"