La aventura del tango: Aquellos en la niebla

ANTONIO PIPPO PEDRAGOSA. Escritor, Periodista, Editorialista. Director Gral. Cultura Tanguera.
COLUMNISTA

-No sé cómo el viejo se ingenió para que un amigo sastre que tenía me hiciera un traje. El trato era así: dos pesos por semana eran los plazos. Le dio una tarjeta con un número. Si salía en la lotería nacional, como el sastre jugaba todas las semanas a la quiniela, le quedaba el traje de garrón. El pobre viejo me dice que me lo ponga los domingos. Y yo, no. Tenía catorce años. No quería hacer papelones.

El tango, al paso del tiempo, se pobló de personajes a los que Camilo Cela llamaría destartalados y que, sin embargo, hicieron, quizás desde cierta oscuridad o niebla, gran parte de su historia. Son los menos conocidos, o sencillamente ignorados, pero cuyas peripecias vale relatar. Uno de ellos es el sujeto de la anécdota sobre su primer traje en la adolescencia: Francisco Loiácono, más conocido por “Barquina”, apodo que ganó por su manera compadrita de caminar que, en realidad, escondía un defecto físico.

En “La noche de mi ciudad”, Ulyses Petit de Murat lo define: “Barquina había nacido para la amistad, para el tango y para la noche. Su apellido lo heredó de un vendedor de frutas ambulante que vaya uno a saber si fue su padre”. Su primer trabajo fue ascensorista en “Crítica” y precisamente Petit de Murat, entonces periodista de ese medio, le dio un carné de secretario de la página de música, que él editaba, para que accediera a cabarés y teatros de otro modo prohibidos. Le costó disciplinarlo: cierta vez publicó cuatro veces sucesivas –ya que en cierto momento le permitieron armar la página- la foto de un joven “cara de torta”; ante el enojo del editor se puso como loco: -¡Pero si es Pichuco! A  mí no me caía bien, pero cuando lo escuché tocar el bandoneón… ¡milagro¡ Y yo no quiero olvidar a nadie bueno”. Barquina había querido ser bandoneonista y no pudo pese a que llegó a tener el instrumento; tal vez por eso disfrutó la vida al lado de los grandes del tango de su época, hasta mezclarse como uno más, entrañable y necesario.

-Una vez, en el ascensor del diario, me encuentro con el malevo Muñoz, Carlos de la Púa, que también trabajaba ahí: me miró, me habrá visto flaco y me invitó a comer: me morfé dos milanesas con papas fritas y huevos; ¡de chiquilín yo morfaba a lo bestia! Después me dice: “Vas a ser secretario mío, además de lo que estés haciendo”. Ja, me llevó al cabaré y volví a casa a las siete de la mañana. Me presentó a Luis Ángel Firpo y a Carlos Gardel. Mirá qué debut tuve. Después iba solo a verlo a Gardel, me metía entre bastidores. “¿Y éste quién es?, preguntaba Razzano. “Dejalo –le decía Carlitos- éste va a ser algo en la vida”

Barquina, sin dejar jamás la noche ni a sus amigos del tango, cada día más numerosos, logró, a fuerza de voluntad y en gran medida a Natalio Botana –de quien se convirtió en hombre de confianza como chofer de su esposa, doña Salvadora, a la que, por otro lado, disimulaba las locuras del ya veterano propietario de “Crítica”-, hacer algún dinerillo y pasar por una época de bonanza; es que había sido tan pobre que, cuando lo echaron de la casa, vivió catorce años en la pensión “La mamita”, donde D’Arienzo le pagaba la pieza. Un día, ya en la buena, le regaló cinco trajes a un tipo que solía lustrar zapatos en el bar que frecuentaba con Cadícamo, Cobián, Troilo, D’Arienzo, Discépolo, Cátulo y tantos más. Hay una anécdota con Carlos de la Púa (o Carlos Raúl Muñoz y Pérez, el malevo Muñoz) que pinta su alma cristalina. En un apuro económico, Muñoz le pidió plata; Barquina le dijo que, en ese momento, sólo podría empeñar un bandoneón que había comprado de puro terco, y así lo hizo. El deudor –que luego hizo mucha plata vendiendo vino argentino en España- jamás honró esa deuda. Sin embargo, cuando por una enfermedad terminal lo internaron, Barquina no dudó en ir a verlo y así lo contó:

-¡Barquina! Viniste… -me dijo y me quiso abrazar.

-Y… no te podía fallar –le contesté.

-¿Sabés? Vino la guadaña a buscarme…

-Sí… Pero vio que eras un amigo y rajó…

-No me engrupas, Barquina…

-¡Te lo juro! Se tomó el olivo la hija de puta…

Me miró llorando ¡el Malevo¡ Ya se estaba yendo y me apretó la mano: -Ay, ¡qué alivio me das, hermano¡

Una hora después, antes de cumplir los cincuenta años, murió Carlos Raúl Muñoz y Pérez, el Carlos de la Púa autor de “La crencha engrasada”. Y el que lloraba en el pasillo era Francisco Loiácono.

Barquina fue querible, inspiró a muchos y lo quisieron todos. Quedó inmortalizado en el tango de Cátulo Castillo y Troilo “A Homero”: “…vamos, que está esperando Barquina…”.


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Un comentario en “La aventura del tango: Aquellos en la niebla

  1. Siempre es un placer leer y seguir aprendiendo de este arte maravilloso y de los personajes que, muy bien descritos, son protagonistas del mismo.

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