Por Antonio Pippo
Difícil hallar en tiempos políticos tan agitados un consenso de tal consistencia: son necesarios los debates para conocer mejor personalidades y propuestas.
Lo dice la mayoría de las personas inteligentes, se reclama en las redes sociales y, poco a poco, se va venciendo la que parecía una resistencia indestructible a esas lides de los eventuales protagonistas.
El silencio no lleva a ninguna parte; tampoco la presentación de ideas y sus contrapartes, al otro día y quizás por otros medios, tampoco.
Debo confesar que, aun siendo con buena intención y cierta prolijidad verbal, ese sistema no coincide con mi visión de un debate, aun reducido a dos dirigentes, sobre una cuestión importante para la sociedad.
¿Mis conclusiones?
Nadie predijo que la mayoría de los debates puede ser muy aburrida y al santísimo cohete, alejada de decisiones que, al fin y al cabo, serán colectivas y a más alto nivel casi siempre.
Pero un debate directo entre dos políticos en nivel de relativa importancia puede ser una contribución a la comprensión de los ciudadanos, y no una coreografía con letra ensayada para ni siquiera resbalar.
Bueno fuera que se dieran a mansalva, con empellones verbales para interrumpir al otro o amenazando con la boca babeada de rabia; hay una cultura del salvajismo, pero debe quedar tiendas adentro si se pretende utilidad. Es, quizás, una cosa sin mayor valor; lo pueden decir muchos, no lo dudo.
Recuerdo -pasó hace varios años- un debate del tipo que exijo, durante el cual hubo quien habló algo allá lejos, intentando con ojos redondos y extáticos, por momentos inquietantes, que brotara un visteo místico. Jamás miró a su oponente, tampoco a la cámara o el micrófono. El otro pareció flotar en la distancia infinita, en una de esas adonde le habrían dicho sus asesores surgiría el duende de un ímpetu populista; no le salió una mística mirada, sino, más bien, parecida a la del Pato Donald. Fue raro porque ninguno pisó el palito ni una vez, como si el presente no existiera, ni la vida en los últimos treinta años, sino fuese una exhibición culpable del pasado. Revisionismo histórico a plena voz chillona y resonante y gestos un tanto robóticos. No dejaron bajo el sol –o bajo las luces del estudio- ni una sola idea de qué hacer a partir del gobierno de turno.
Es verdad. Soy testigo. Eso ocurrió.
No puedo mentir. Esos debates son sainetes y han pasado frente a la mirada u oídos de ciudadanías esperanzadas. Para mí, en esos casos, si los protagonistas se hubiesen quedado en sus casas habría sido igual.
De todas formas, sigo creyendo en los debates directos por temas precisos. Es más, deberían ser reveladores porque, a fin de cuentas, desnudan caracteres y conocimientos.
La cosa es que la televisión -la radio menos y qué decir de la prensa en papel-, con un esquema periodístico que rema a tono. Son muy pocos los que están seguros de salir indemnes y no aumentar el caudal de confundidos y desalentados.
Cerrando esta reflexión, los actuales políticos, frente a la problemática social y económica me hicieron recordar uno de los viejos aforismos del Negro Fontanarrosa, un genio:
-Tú eres signo de tierra. Yo de agua. Hicimos barro.
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