Por Antonio Pippo

Aldous Huxley solía decir que la música pertenece a un orden misterioso del arte, porque sus símbolos, si bien parecen alejados de nuestra experiencia inmediata, están dotados de una especie de sentido cognitivo y revelan mucho sobre la naturaleza del universo y el mundo interior de cada persona. Es como si fuese un lenguaje diferente al hablado, que no sólo expresa una mera forma de sonido.
Por eso el fenómeno musical –desde sus manifestaciones más elaboradas hasta las más sencillas- se dirige a los sentimientos, directo a despertar emociones. Ayuda a la construcción de un carácter.
Y luego, sumándose al misterio, está el intenso amor del músico por su instrumento, que potencia lo que su arte entrega a los demás y los conmueve: por ejemplo, Arthur Rubinstein y su piano, en la música llamada culta, o Paco de Lucía y su guitarra, en aquella que se califica de popular.
En el tango –ámbito donde es de orden recordar la participación de la poesía- no hay caso más integral e intenso que el de Aníbal Troilo y su bandoneón.
Compró el primer fueye, con apenas once años de edad, a un vendedor informal inmigrante que se lo vendió en cien pesos, a pagar en cuotas de diez; le cobró cuatro y no apareció más.
Poco antes de morir, durante un reportaje de Julián Centeya, Troilo confesó qué significaba para él su bandoneón: –Lo conservé siempre. Cincha conmigo esta dura barrera de la vida y la muerte desde hace casi cincuenta años.
Yo recuerdo siempre de qué modo, en sus composiciones, no sólo en su manera de tocar, Troilo buscó acentuar esa suerte de humanización del instrumento –según la teoría de Oscar del Priore-, como si quisiera transformarlo en una extensión de su propio cuerpo. Y, más aún, de su espíritu. Antes de sus dos obras de mayor estatura, Ché, Bandoneón y La última curda, ahí está, como primera expresión de cariño por aquello que sentía parte de sí, Pa’ que bailen los muchachos, al que puso letra Cadícamo, otra forma de homenaje “a la oruga”, como llamaba el músico a tan querido objeto que depositaba sobre sus rodillas para acariciarlo cerrando los ojos.
Si bien La última curda, con Cátulo Castillo, es memorable, percibo que “esos ritmos complejos que algo nos dicen sobre los no menos complejos ritmos de la vida interior del hombre” –Huxley dixit- están inmejorablemente representados, tal vez por la impresionante simbiosis lograda con la poesía de su mejor amigo, Homero Manzi, en Ché, bandoneón:
–El duende de tu son, ché bandoneón,/ se apiada del dolor de los demás/ y al estrujar tu fueye dormilón/ se arrima al corazón que sufre más (…) Tu canto es el amor que no se dio/ y el cielo que soñamos una vez/ y el fraternal amigo que se hundió/ cinchando en la tormenta de un querer./ Y esas ganas tremendas de llorar/ que a veces nos inundan sin razón,/ y el trago de licor, que obliga a recordar/ si el alma está en “orsay”, ché, bandoneón…
La referencia a Manzi, además, no es gratuita. Igual que él, Troilo fue un melancólico, en el sentido psicológico del término, y un atento buceador de las realidades que lo rodeaban y de su propia mismidad; y el poeta, emulando a su amigo, hizo música con sus letras. Lo apoyo en dichos de Irene Amuchástegui: –En tres de sus tangos admirables, Manzi tomó al bandoneón como el amigo al que se le confían sus secretos.
Otra coincidencia. Los dos primeros no fueron con Troilo: Bandoneón amigo con Osvaldo Fresedo y Fueye con Charlo.
Y como en la historia del tango abundan rarezas, aquí va otra: la primera grabación de Ché, bandoneón hecha por Troilo con la voz de Jorge Casal fue en diciembre de 1949 para ediciones Korn; la repitió en 1950 para un nuevo sello, T.K., pero problemas técnicos inesperados hicieron que saliera a la venta, en una edición escasa, con imperfecciones de sonido. Pichuco volvió a grabar el tango recién en 1965, luego de que ya lo transformaran en disco gran cantidad de orquestas y solistas, destacando dos joyas: las versiones de Oscar Alonso con la agrupación del maragato Héctor María Artola y Roberto Goyeneche con el dúo Baffa-Berlingheri.
En el final apelo otra vez a Huxley: –La música habla de nosotros en la relación con la experiencia inmediata, pero a la vez nos dice algo sobre la naturaleza del mundo, sobre las misteriosas fuerzas que sentimos a nuestro alrededor y sobre el orden cósmico que nos parece entrever.
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