Por Antonio Pippo
El fin de semana me zambullí en lo que a diario vomitan, esperpénticamente, las redes sociales. Hallé lo previsible: algunas reflexiones inteligentes, pocas, junto a una sarta interminable de conmovedoras estupideces.
Me llamó la atención en particular una frase, que despertó en mí la necesidad de estos comentarios.
Una serie de damas de la izquierda -ya en sus recientes puestos otorgados- que en su andar pasaron de largo la modestia, hicieron una ácida crítica a la forma que los actuales legisladores de la oposición no tienen interés en acercarse a acuerdos. Usaron adjetivos muy gruesos y fueron, a su talante, muy duras. Incluso motivó que algún otro populista sugiriera, para desespero, supongo, de la viuda de Mujica, que en el futuro al parlamento se incorporen abogados.
Porque, claro, está bueno eso tan democrático de que a una banca pueda llegar quien quiera y tenga votos –véase que ahí andan albañiles jubilados, lengüitas sobadas sin formación, evangelistas, bebedores sociales, actores frustrados y hasta distraídos que no saben cómo aterrizaron allí- pero si el nivel intelectual y cultural se ha ido deteriorando es general, o sea también incluye a los ahora señaladores con el dedo y la lengua, es probable siga así o peor y la solución no pasa por culparse, hoy, unos y otros, porque la inmensa mayoría son, con ideas distintas, lo mismo.
Una paradoja: lo que dicen las damas de la izquierda se ajusta a la más triste de las verdades, porque va más allá de leyes que parecen hechas por los Simpson, apenas una muestra del degradado nivel en que se está sumergiendo, desde el Parlamento, por ejemplo, a la sociedad uruguaya.
A cada paso es todo más idiota. La inteligencia hay que ir a buscarla a las bibliotecas y los museos y, con frecuencia, muchos no saben dónde quedan.
Esto me hizo recordar cuando, a fines de la década de 1980, el periodista británico con nacionalidad argentina James Neilson, recordó en “Página 12” que “el antropólogo italiano Brunetto Chiarelli provocó un revuelo de proporciones al declarar que, en alguna parte del planeta, había investigadores tratando de cruzar un ser humano con un chimpancé, con el claro objetivo de crear una suerte de ‘supermono’ fácilmente manejable, sin opiniones racionales, para trabajos humildes, trasplante de órganos y estar siempre dispuesto a asentir las órdenes llegadas de los ‘seres superiores’ que manejarán a las sociedades”.
Con el tiempo, la ominosa afirmación de Chiarelli –quien cayó en el descrédito por empuje de sus colegas- se fue disolviendo en el olvido.
Sin embargo, aun entonces, Nielsen insistió con que la mera hipótesis de que esto ocurriera –aunque romper la barrera genética que separa al hombre del chimpancé es científicamente imposible- dejaba abierta otras maneras de experimentar perversamente a la búsqueda del mismo fin.
Bueno, aunque repiquen en mis oídos, ahora nomás, insultos de diverso cuño, yo creo que está pasando. Al menos entre nosotros.
Es la nueva forma de lucha para la domesticación de algunos grupos del mal llamado “progresismo”, o del holograma “izquierda” que sobrevive, una vez que otras formas, caso de dar la pelea con armas, fracasó con rotundidad.
Para esa gente, cuantas menos personas sostengan su capacidad de pensar críticamente en libertad, más fácil resultará la perduración en el poder. Se trata de nublar las mentes con consignas, relatos mentirosos que se pasan por las entretelas a la historia y de crear una tajante separación: todo es blanco o negro y aquellos que no están con nosotros son enemigos.
Dicho de otro modo: una sociedad pasiva, acrítica, aduladora, convertida en energúmena frente a quien ose contradecir el discurso oficial.
Como siempre digo, siguiendo la filosofía del Chapulín Colorado, puedo estar equivocado y, si me encuentran y lo prueban, lo admitiré.
Pero ahora sólo advierto negros nubarrones que se ciernen sobre un país al borde del precipicio moral.
Y, sí, me espanta: ¡Nos están dorando a la parrilla!
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