Por Antonio Pippo
Bob Marley, además de otras cosas, era un iluminado. Es por eso que dijo: “Un día sin reír es un día perdido”.
He ahí gran parte de la razón de que en esta columna me voy a dedicar a describir cómo sería ese día de risa, ese día de felicidad de vivir, en la existencia de un pensador ilustre y envejecido, que se dedicase, precisamente, a no pensar.
Querido lector, ¿entiende usted la cálida alegría que me envolverá al no estar obligado a pensar que es imposible callar a Bergara, como pasa con esos cuzcos peludos y petisos que ladran como endemoniados a la madrugada, desde patios o azoteas de vecinos, al tiempo que uno los putea como un descosido?
¿Alcanza a entender la serenidad de espíritu, el placer que a uno lo invadiría cuando no piense en que la señora Cosse se seguirá haciendo la intelectual progresista pero campechana, como si se dirigiese a pichis del barrio Marconi, donde, si no mide riesgos, en cualquier momento la secuestran y la venden a algún Milei criollo con la correspondiente motosierra?
¿Es capaz de comprender la plena satisfacción que ganaría mi alma si yo no pensara en el desprolijo y desequilibrado Olesker andando por ahí, ni que existirá un tipo llamado Fernando Pereira –suerte de dibujo animado para asustar niños ricos, arrancado de la decrepitud de Walt Disney-, que Abdalita no dejará de tomar lo que esté tomando y que le está haciendo tanto mal y que sugiere una Mama Vieja del carnaval, que Manini, enfurruñado, se negará a cepillarse los dientes con Colgate 12 para sonreír en las fotos posadas, que el Cuzquito, cuando caliente motores otra vez, va a seguir con esa costumbre de poner el mentón en ristre que heredó del padre (aunque por suerte no le tocaron los mismos carrillos) y que Salle persistirá en ser el segundo de la clase por no encontrarle la vuelta a la matemática, porque dos más dos, al menos políticamente, le sigue dando tres?
Lector, ¿advierte el orgasmo mental que me sacudirá hasta las uñas de los pies al estar seguro de no tener que ocuparme de los tropezados discursos de Castillito, fundados en dos o tres libros que leyó en su vida, de olvidarme al menos por un mes de que continuará reptando entre nosotros, pobrecitos mortales que no tenemos dónde pellizcar, algo llamado Pacha Sánchez y de que Delgado seguirá cargando cajones con globos multicolores para repartir entre la gilada que no entiende un carajo lo que dice y no lo votó?
¿Imagina usted, mi amigo, y ni siquiera usted sino cualquier parroquiano de boliche, la borrachera de whisky etiqueta negra que puedo agarrarme al estar seguro de olvidar que no pararán de joder con los contenedores de Montevideo –la obra municipal más descacharrante jamás inventada por un ser humano en el universo desde el Paleolítico-, de perder en los más profundos recovecos de mi mente las revisteriles verbalizaciones de la Obaldía y el discurseo digno de una October Fest criolla de la frustrada candidata blanca a la intendencia?
Y atención, que quedan joyitas.
¿Entiende lo sano que será para mi vida no meterme ni de refilón en las doscientos mil polémicas que mi amigo y ex compañero Hoenir Sarthou desatará con irrefrenable espíritu libertario cada vez que escriba una columna o abra la boca en ciertas tertulias radiales y hasta televisivas, que lo han convertido, a su pesar (supongo, intuyo, me parece), en una suerte de ayatolá islámico, tajante, pero de una rigurosa caballerosidad renacentista, casi eclesiástica?
¿Es capaz, lector, de compartir, apenas un poquito, como un perfume fumigado sobre su cuello al pasar, mi indescriptible música anímica -¡plim, para arriba, cumbia, loquito!- al olvidar a puro propósito que Bordaberry no cerrará la boca ni cuando se lo rueguen, y que Oddone seguirá dribleando a calzón quitado sobre cualquier cosa que le pregunten acerca de la economía?
Y finalmente, porque me tengo que ir a gastar una bolsita de papel picado que compré para festejar en la esquina si esta columna halla algún lector (humm…), ¿tiene usted noción de la inmensidad de mi satisfacción no por ya no razonar sino por no ver fotos de Lilián Kechichián, María Julia Muñoz y Marina Arismendi y entonces dormir sin ansiolíticos ni hipnóticos, ¡al fin!, para evitar pesadillas?
¡A la mierda con el pensador y sus reflexiones! Todos tenemos derecho a nuestra feria judicial.
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