La aventura del tango: Un destino inexorable

ANTONIO PIPPO PEDRAGOSA. Periodista, Escritor, Editorialista. Director Gral. Cultura Tanguera 
COLUMNISTA

Hay viejas frases anónimas –aunque abundan apócrifas adjudicaciones- que, de tanto repetirse, se han grabado en la historia del tango como inapelable sentencia: “Es la única música que te espera”.

Alude a una incierta edad, ya en la madurez, donde la persona comprenderá una música y una poesía que no le atraían o le pasaban inadvertidas, desdibujadas por la preferencia de otras.

Y no deja de ser curioso que uno, que hace tiempo recorre esa madurez y sonrió tantas veces asintiendo al escuchar la vieja frase, halle ahora, por no cejar en la búsqueda de información acerca de una historia que parece inabarcable, testimonios que relativizan lo que parecía una verdad absoluta.

No se trata de que el tango guste, o se le entienda, cuantos más años se carguen. Se trata de prestar atención y se trata de sensibilidad. Dijo Luis Alberto Sierra: “Su música, pero sobre todo sus letras, sus poesías, son esencialmente elegíacas: una composición lírica de asuntos decididamente dramáticos”. Y José Gobello dejó escrito: “Es el canto al bien perdido; el tango no se ha hecho para cantar lo que se tiene sino lo que se ha perdido”. Y agrego una anécdota del periodista argentino Reynaldo Spitaletta: “No me acuerdo en qué circunstancias, pero papá me dijo una vez, siendo adolescente, que me iba a gustar el tango cuando yo tuviera recuerdos que volvieran y, cada vez, con el recuerdo del recuerdo, sin cambiar el hecho esencial pero dejando que la memoria lo maquillase a su aire, libre, en cada oportunidad”.

Es que los recuerdos del pasado que no dejan de regresar, no tienen relación con la edad. Por eso hay muchos tangos –no cualquiera, no de cualquier músico o poeta- que logran, en el joven o en el viejo, tocar esa fibra íntima que despierta emociones. Ahí los entendemos; entonces se nos hacen necesarios. Pero… ¿el tango es triste? Puede ser. Apelo a la sabiduría de Gobello: “Es para el llanto interior, más para los adioses que para las bienvenidas”. Como tantas otras músicas, incluida la clásica y muchas de las llamadas populares.

Se me ocurre un nombre para personificar, como ejemplo relevante entre tantos, a los hacedores de esa suerte de milagro laico que une a jóvenes y añosos, aunque estos sean mayoría: Homero Expósito. Entre otras razones porque hace un par de años se estrenó en Buenos Aires un documental sobre su vida y obra, inicial en su estilo.

Caso raro, diferente, con misterios sin revelar: comenzó a escribir poemas a los veinte años, alcanzó la fama una década después y casi treinta años antes de su muerte dejó de producir, creando un misterio, aquellas obras que revolucionaron el uso de la metáfora –una renovación formal de expresión- usando el verso libre.

Fue un hombre muy culto, instruido, perfeccionista y prolífico: Percal, Farol, Trenzas, Chau no va más, Naranjo en flor, Tristezas de la calle Corrientes, Margo, Te llaman malevo, Afiches, Maquillaje, Flor de lino, Qué me van a hablar de amor, Cafetín, Pequeña, Ese muchacho Troilo, Al compás del corazón, Pequeña y Yuyo verde, entre tantos temas más. Y si mencioné antes “milagro laico” fue porque Expósito, precisamente, es el poeta del tango cuyas obras, al pasar de las generaciones, más dificultades obraron en la demora de su comprensión, pero, después, más enamoraron las emociones que logró despertar.  

Un joven me dijo, en un encuentro casual, días atrás: “No lo comprendía, no sólo porque ciertas frases y vocablos, si bien eran parte del dialecto urbano en Montevideo y Buenos Aires, en realidad fuimos los que, buscando salir del ruido adolescente y de la primera juventud, las adaptamos, casi sin querer, a las necesidades del barrio, de la calle, de los amores, como un modo de pintarlas con nuestras sensaciones o las interpretaciones del mundo”.

Déjame que llore crudamente,/ con el llanto viejo del adiós./ Déjame que llore y te recuerde,/ -trenzas que se anudan al portón-/ de tu país ya no se vuelve/ ni con el yuyo verde del perdón (…) Un farol, un portón/ -igual que en un tango-/ y este llanto entre mis manos/ y ese cielo de verano que partió

Y el muchacho terminó con una resonancia existencial: “Y pensar que hasta hace poco ni nos tocaba; seguíamos de largo. Qué nos importaba todo eso. Hasta que descubrimos, porque es inevitable, el desamparo, la desdicha, los adioses y que todo eso está ahí, agazapado, escondido en el cerebro y en el corazón…”.           


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